I. Francisco de Asís y la reforma de la Iglesia por la vía de la santidad

por Raniero Cantalamessa, OFMCap,
Predicador de la Casa Pontificia
(6, 13 y 20 de diciembre de 2013)

I. Francisco de Asís y la reforma de la Iglesia por la vía de la santidad
II. La humildad como verdad y como servicio en san Francisco de Asís
III. El misterio de la encarnación contemplado con los ojos de Francisco de Asís


En el Adviento de 2013, los días 6, 13 y 20 de diciembre, el papa Francisco, junto con la Curia Romana, asistió, en la Capilla Redemptoris Mater del Vaticano, a las predicaciones pronunciadas por el P. Raniero Cantalamessa, capuchino, predicador de la Casa Pontificia. Ofrecemos a continuación el texto de las tres meditaciones, tomado de los sitios:
http://www.cantalamessa.org/
http://www.zenit.org/

Giotto: Confirmación de la Regla
I Predicación de Adviento (6-XII-2013)
FRANCISCO DE ASÍS Y LA REFORMA DE LA IGLESIA
POR LA VÍA DE LA SANTIDAD

por Raniero Cantalamessa, OFMCap


La intención de estas tres meditaciones de Adviento es prepararnos para la Navidad en compañía de Francisco de Asís. En esta primera predicación quisiera esclarecer la naturaleza de su vuelta al Evangelio. El teólogo Yves Congar, en su estudio sobre la "Verdadera y falsa reforma en la Iglesia", ve en Francisco el ejemplo más claro de reforma de la Iglesia por la vía de la santidad.

Quisiéramos tratar de entender en qué consistió su reforma por la vía de la santidad y qué comporta su ejemplo en cada época de la Iglesia, incluida la nuestra.

1. LA CONVERSIÓN DE FRANCISCO

Para entender algo de la aventura de Francisco es necesario partir de su conversión. En las fuentes existen distintas descripciones de tal acontecimiento con notables diferencias entre ellas. Por fortuna tenemos una fuente absolutamente fiable que nos dispensa de tener que elegir entre las varias versiones. Tenemos el testimonio del mismo Francisco en su Testamento, su ipsissima vox, como se dice de las palabras ciertamente de Cristo que nos trae el Evangelio. Dice Francisco:

«El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo» (Test 1-3).

Sobre este texto se basan justamente los historiadores, pero con un límite para ellos infranqueable. Los historiadores, aun los mejor intencionados y más respetuosos con las vicisitudes de la historia de Francisco, como ha sido entre los italianos Raoul Manselli, no consiguen captar el porqué último de su cambio radical. Se quedan -y justamente por respeto a su método- en el umbral, hablando de un "secreto de Francisco", destinado a quedar tal para siempre.

Lo que se consigue constatar, dicen los historiadores, es la decisión de Francisco de cambiar su estatus social. Perteneciendo como pertenecía a la clase acomodada, que contaba en la ciudad por nobleza o riqueza, él eligió colocarse en el extremo opuesto, compartiendo la vida de los últimos, de los que no contaban nada, los llamados "menores", afligidos por cualquier género de pobreza.

Los historiadores insisten justamente en el hecho de que Francisco, al principio, no eligió la pobreza y menos aún el pauperismo; ¡eligió a los pobres! El cambio estuvo motivado más por el mandamiento: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39), que no por el consejo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres..., y luego ven y sígueme» (Mt 19,21). Era la compasión hacia la gente pobre, más que la búsqueda de la propia perfección, lo que lo movía, la caridad más que la pobreza.

Todo esto es verdad, pero no toca todavía el fondo del problema. Es el efecto del cambio, no su causa. La opción verdadera es mucho más radical: no se trató de elegir entre riqueza y pobreza, ni entre ricos y pobres, entre la pertenencia a una clase más que a otra, sino de elegir entre sí mismo y Dios, entre salvar la propia vida o perderla por el Evangelio.

Ha habido algunos (por ejemplo, en tiempos cercanos a nosotros, Simone Weil) que han llegado a Cristo partiendo del amor a los pobres, y ha habido otros que han llegado a los pobres partiendo del amor a Cristo. Francisco pertenece a estos segundos. El motivo profundo de su conversión no es de naturaleza social, sino evangélica. Jesús había formulado su ley de una vez por todas con una de las frases más solemnes y ciertamente más auténticas del Evangelio:

«El que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará» (Mt 16,24-25).

Francisco, al besar al leproso, se negó a sí mismo en lo que era más "amargo" y repugnante para su naturaleza. Se hizo violencia a sí mismo. Este detalle no se le escapó a su primer biógrafo que describe así el episodio:

«Una vez que, por gracia y virtud del Altísimo, comenzó a tener santos y provechosos pensamientos, mientras aún permanecía en el siglo, se topó cierto día con un leproso, y, superándose a sí mismo, se llegó a él y le dio un beso. Desde este momento comenzó a tenerse más y más en menos, hasta que, por la misericordia del Redentor, consiguió la total victoria sobre sí mismo» (1 Cel 17).

Francisco no fue a los leprosos por su voluntad espontánea, movido por una compasión humana y religiosa. «El Señor mismo -escribe- me condujo entre ellos». Este es el pequeño detalle sobre el que los historiadores no saben -ni podrían - dar un juicio, y es en cambio el origen de todo. Jesús había preparado su corazón de forma que su libertad, en el momento justo, respondiera a la gracia. A esto habían contribuido el sueño de Espoleto y la pregunta sobre si prefería servir al siervo o al señor (2 Cel 6), la enfermedad, el encarcelamiento en Perusa y esa extraña inquietud que ya no le permitía encontrar alegría en las diversiones y le hacía buscar lugares solitarios.

Aun sin pensar que se tratara de Jesús en persona bajo la apariencia de un leproso (como se intentó hacer más tarde, pensando en el caso análogo de la vida de san Martín de Tours, cf. 2 Cel 9), en aquel momento el leproso para Francisco representaba a todos los efectos a Jesús. ¿No había dicho él: «A mí me lo hicisteis»? En aquel momento eligió entre sí y Jesús. La conversión de Francisco es de la misma naturaleza que la de Pablo. Para Pablo, en cierto momento, lo que primero había sido una "ganancia" cambió de signo y se convirtió en una "pérdida", "a causa de Cristo" (Flp 3,5ss); para Francisco, lo que había sido amargo se convirtió en dulzura, también aquí "a causa de Cristo". Después de este momento, ambos pueden decir: «Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

Todo esto nos obliga a corregir una cierta imagen de Francisco hecha popular por la literatura posterior y acogida por Dante en la Divina Comedia. La famosa metáfora de las bodas de Francisco con dama Pobreza, que ha dejado huellas profundas en el arte y en la poesía franciscanas, puede ser engañosa. Francisco no se enamora de una virtud, aunque sea la pobreza; se enamora de una persona. Las bodas de Francisco fueron, como las de otros místicos, un desposorio con Cristo.

A los compañeros que, viéndolo una tarde extrañamente ausente y luminoso, le preguntaban si pretendía casarse, el joven Francisco respondió: «Me desposaré con una mujer la más noble y bella que jamás hayáis visto». Esta respuesta suele ser mal interpretada. Por el contexto aparece claro que la esposa no es la pobreza, sino el tesoro escondido y la perla preciosa, es decir Cristo. «Esposa -comenta Celano que es quien refiere el episodio- es la verdadera Religión que abrazó, y el tesoro escondido es el reino de los cielos, que tan esforzadamente él buscó» (1 Cel 7).

Francisco no se casó con la pobreza y ni siquiera con los pobres; se desposó con Cristo y por su amor se casó, por así decir "en segundas nupcias", con dama Pobreza. Así será siempre en la santidad cristiana. En la base del amor a la pobreza y a los pobres, o hay amor a Cristo, o los pobres serán de un modo u otro instrumentalizados, y la pobreza se convertirá fácilmente en un hecho polémico contra la Iglesia o en una ostentación de mayor perfección respecto a otros en la Iglesia, como sucedió por desgracia también entre algunos seguidores del Pobrecillo. En uno y otro caso, se hace de la pobreza la peor forma de riqueza, la de la propia justicia.

2. FRANCISCO Y LA REFORMA DE LA IGLESIA

¿Cómo sucedió que a partir de un acontecimiento tan íntimo y personal como fue la conversión del joven Francisco, arrancara un movimiento que cambió en su tiempo el rostro de la Iglesia y ha influido tan fuertemente en la historia, hasta nuestros días?

Es necesario dar una mirada a la situación de aquel tiempo. En la época de Francisco la reforma de la Iglesia era una exigencia advertida más o menos conscientemente por todos. El cuerpo de la Iglesia vivía tensiones y laceraciones profundas. Por una parte estaba la Iglesia institucional -papa, obispos, alto clero-, desgastada por sus continuos conflictos y por sus alianzas demasiado estrechas con el imperio. Una Iglesia percibida como lejana, empeñada en asuntos demasiado más allá de los intereses de la gente. Estaban además las grandes órdenes religiosas, a menudo florecientes por cultura y espiritualidad después de las varias reformas del siglo XI, entre ellas la Cisterciense, pero fatalmente identificadas con los grandes terratenientes, los feudatarios del tiempo, vecinos y al mismo tiempo remotos, por problemas y niveles de vida, del pueblo llano.

En la parte opuesta había una sociedad que comenzaba a emigrar del campo hacia la ciudad en busca de una mayor libertad de las diversas servidumbres. Esta parte de la sociedad identificaba a la Iglesia con las clases dominantes, de las que sentía la necesidad de liberarse. Por eso se alineaba a gusto con aquellos que la contradecían y la combatían: herejes, grupos radicales y pauperistas, mientras simpatizaba con el bajo clero, que con frecuencia no estaba a la altura espiritual de los prelados, pero era más vecino al pueblo.

Había, pues, tensiones fuertes que cada uno trataba de explotar en beneficio propio. La jerarquía trataba de responder a estas tensiones mejorando la propia organización y reprimiendo los abusos, tanto en su interior (lucha contra la simonía y el concubinato de los sacerdotes) como en el exterior, en la sociedad. Los grupos hostiles intentaban en cambio hacer estallar las tensiones, radicalizando el contraste con la jerarquía originando movimientos más o menos cismáticos. Todos enarbolaban contra la Iglesia el ideal de la pobreza y sencillez evangélica, haciendo de él un arma polémica, más que un ideal espiritual que vivir en humildad, llegando a poner en discusión incluso el ministerio de la Iglesia, el sacerdocio y el papado.

Nosotros estamos acostumbrados a ver a Francisco como el hombre providencial que capta estas demandas populares de renovación, las libera de toda carga polémica y las reconduce o las actúa en la Iglesia en profunda comunión y sumisión a la misma: Francisco por tanto como una especie de mediador entre los rebeldes heréticos y la Iglesia institucional. En un conocido manual de historia de la Iglesia se presenta así su misión:

«Dado que la riqueza y el poder de la Iglesia aparecían con frecuencia como una fuente de males graves y los herejes de la época sacaban de ello argumentos para las principales acusaciones contra ella, en algunas almas piadosas se despertó el noble deseo de restaurar la vida pobre de Jesús y de la Iglesia primitiva, para poder así influir de manera más eficaz en el pueblo con la palabra y el ejemplo».

Entre estas almas es colocada naturalmente en primer lugar, junto con santo Domingo, Francisco de Asís. El historiador protestante Paul Sabatier, aunque tan benemérito de los estudios franciscanos, ha vuelto casi canónica entre los historiadores, y no sólo entre los laicos y protestantes, la tesis según la cual el cardenal Hugolino (el futuro Gregorio IX) habría intentado ganarse a Francisco para la Curia, domesticando la carga crítica y revolucionaria de su movimiento. En la práctica es el intento de hacer de Francisco un precursor de Lutero, o sea, un reformador por la vía de la crítica, antes que por la vía de la santidad.

No sé si esa voluntad de instrumentalización se puede atribuir a alguno de los grandes protectores y amigos de Francisco. Parece difícil atribuirla al cardenal Hugolino y aún más difícil a Inocencio III, del que es conocida la acción reformadora y el apoyo dado a las diversas formas nuevas de vida espiritual que nacieron en su tiempo, incluidos precisamente los hermanos menores, los dominicos, los humillados milaneses. En cualquier caso, una cosa es absolutamente segura: aquella intención jamás rozó la mente de Francisco. Él nunca pensó que había sido llamado a reformar la Iglesia

Hay que guardarse de sacar conclusiones equivocadas de las famosas palabras del Crucifico de San Damián. «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10). Las mismas fuentes nos aseguran que él entendió estas palabras en el sentido bastante modesto de tener que reparar materialmente la iglesita de San Damián. Fueron los discípulos y biógrafos los que interpretaron estas palabras -y hay que decir que no injustamente- como referidas a la Iglesia institución y no sólo a la Iglesia edificio. Él se quedó siempre en su interpretación literal y de hecho continuó reparando otras iglesitas de los alrededores de Asís que estaban en ruinas.

Tampoco el sueño en el que Inocencio III habría visto al Pobrecillo sostener con su hombro la iglesia tambaleante de Letrán (cf. 2 Cel 17) agrega nada nuevo. Suponiendo que el hecho sea histórico (un episodio análogo se narra también de santo Domingo), el sueño fue del papa, no de Francisco. Él nunca se vio como lo vemos nosotros hoy en el fresco de Giotto. Esto significa ser reformador por la vía de la santidad: ¡serlo, sin saberlo!

3. FRANCISCO Y EL RETORNO AL EVANGELIO
¿Si no quiso ser un reformador, entonces qué quiso ser y hacer Francisco? También a este respecto tenemos por fortuna el testimonio directo del Santo en su Testamento:

«Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó» (Test 14-15).

Alude al momento en que, durante una misa, escuchó el pasaje del Evangelio donde Jesús envía a sus discípulos: «Los envió a anunciar el reino de Dios y a curar a los enfermos. Y les dijo: "No llevéis nada para el viaje: ni bastón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, y no tengáis una túnica de recambio"» (Lc 9,2-3; cf. TC 29; 1 Cel 22). Fue una revelación fulgurante de esas que orientan toda una vida. Desde aquel día le fue clara su misión: un vuelta sencilla y radical al evangelio real, el que vivió y predicó Jesús. Restablecer en el mundo la forma y el estilo de vida de Jesús y de los apóstoles descrito en los evangelios. Al escribir la Regla para sus hermanos comenzará así:

«La regla y vida de los Hermanos Menores es ésta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1).

Francisco no teorizó este descubrimiento suyo, haciendo de él el programa para la reforma de la iglesia. Él realizó en sí la reforma y con ello indicó tácitamente a la iglesia la vía única para salir de la crisis: acercarse de nuevo al Evangelio, acercarse de nuevo a los hombres y en particular a los humildes y a los pobres.

Este retorno al Evangelio se refleja sobre todo en la predicación de Francisco. Es sorprendente, pero todos lo han notado: el Pobrecillo habla casi siempre de "hacer penitencia". «Desde entonces -narra Celano- comenzó a predicar a todos la penitencia con gran fervor de espíritu y gozo de su alma, edificando a los oyentes con palabra sencilla y corazón generoso» (1 Cel 23). Dondequiera que iba, Francisco decía, recomendaba, suplicaba que hicieran penitencia (cf. TC 33-34; AP 18).

¿Qué quería decir Francisco con esta palabra que tanto amaba? A este propósito hemos caído (al menos yo he caído por mucho tiempo) en un error. Hemos reducido el mensaje de Francisco a una simple exhortación moral, a un golpearse el pecho, a afligirse y mortificarse para expiar los pecados, mientras ese mensaje tiene toda la novedad y el amplio aliento del Evangelio de Cristo. Francisco no exhortaba a hacer "penitencias", sino a hacer "penitencia" (¡en singular!), que, como veremos, es muy otra cosa.

El Pobrecillo, salvo los pocos casos que conocemos, escribía en latín. ¿Y qué encontramos en el texto latino de su Testamento cuando escribe: «El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia»? Encontramos la expresión "poenitentiam agere". Él amaba, como se sabe, expresarse con las mismas palabras de Jesús. Y aquella palabra -hacer penitencia- es la palabra con la que Jesús comenzó a predicar y que repetía en cada ciudad y pueblo al que iba: «Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: "Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,14-15).

La palabra que hoy se traduce por "convertíos" o "arrepentíos", en el texto de la Vulgata usado por el Pobrecillo sonaba "poenitemini", y en Hechos 2,37 aún más literalmente "poenitentiam agite", haced penitencia. Francisco no hizo más que relanzar la gran llamada a la conversión con la que se abren la predicación de Jesús en el Evangelio y la de los apóstoles el día de Pentecostés.

Francisco hizo en su tiempo lo que en tiempo del Concilio Vaticano II se entendía con la frase "abatir los bastiones": romper el aislamiento de la iglesia, llevarla de nuevo al contacto con la gente. Uno de los factores del oscurecimiento del Evangelio era la transformación de la autoridad entendida como servicio, en autoridad entendida como poder que había producido infinitos conflictos dentro y fuera de la Iglesia. Francisco, por su parte, resuelve el problema en sentido evangélico. En su orden, novedad absoluta, los superiores se llamarán ministros, es decir, siervos, y todos los demás, frailes, o sea hermanos.

Otro muro de separación entre la Iglesia y el pueblo era la ciencia y la cultura, de las que el clero y los monjes tenían en la práctica el monopolio. Francisco lo sabe y por eso toma la drástica posición que sabemos sobre este punto. Él no está contra la ciencia-conocimiento, sino contra la ciencia-poder, aquella que privilegia a quien sabe leer sobre quien no sabe leer, y le permite mandar con altanaría al hermano: «¡Tráeme mi breviario!» (cf. LP 104). Durante el famoso capítulo de las esteras, a algunos de sus hermanos que querían empujarlo a adecuarse a la actitud de las "órdenes" cultas del tiempo, respondió con palabras de fuego que dejaron a los frailes asustados:

«Hermanos míos, hermanos míos, Dios me llamó a caminar por la vía de la simplicidad. No quiero que me mencionéis regla alguna, ni la de San Agustín, ni la de San Bernardo, ni la de San Benito. El Señor me dijo que quería hacer de mí un nuevo loco en el mundo, y el Señor no quiso llevarnos por otra sabiduría que ésta. De vuestra ciencia y saber se servirá Dios para confundiros...» (LP 18).

Siempre la misma actitud coherente. Quiere para sí y para sus hermanos la pobreza más rígida, pero en la Regla les exhorta a «que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino más bien que cada uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2,17). Elige ser un iletrado, pero no condena la ciencia. Una vez seguro de que la ciencia no extinguirá «el espíritu de la santa oración y devoción», será él mismo el que permita a san Antonio que se dedique a la enseñanza de la teología, y san Buenaventura no creerá que traiciona el espíritu del fundador al abrir la orden a los estudios en las grandes universidades.

Yves Congar ve en esto una de las condiciones esenciales de la "verdadera reforma" en la Iglesia, a saber, la reforma que se mantiene como tal y no se transforma en cisma: lo que significa la capacidad de no absolutizar la propia intuición, sino permanecer solidario con el todo que es la Iglesia.[3] La convicción de que "el todo es superior a la parte", como dice el papa Francisco en su reciente exhortación apostólica Evangelii gaudium.

4. CÓMO IMITAR A FRANCISCO

¿Qué nos dice hoy a nosotros la experiencia de Francisco? ¿Qué podemos imitar de él, todos y enseguida, tanto aquellos a quienes Dios llama a reformar la iglesia por la vía de la santidad, como aquellos que se sienten llamados a renovarla por la vía de la crítica, como aquellos otros a quienes Él mismo llama a reformarla por la vía del oficio que desempeñan? Lo mismo que dio comienzo a la aventura espiritual de Francisco: su conversión del yo a Dios, la renuncia a sí mismo. Así es como nacen los verdaderos reformadores, los que cambian de verdad algo en la Iglesia. Los que han muerto a sí mismos. Mejor, los que deciden en serio morir a sí mismos, porque se trata de una empresa que dura toda la vida y hasta más allá, si, como decía bromeando santa Teresa de Ávila, nuestro amor propio muere veinte minutos después que nosotros.

Decía un santo monje ortodoxo, Silvano del Monte Athos: «Para ser verdaderamente libres, hay que empezar por atarse a sí mismos». Los hombres como estos son libres con la libertad del Espíritu; nada los detiene y nada les asusta. Se vuelven reformadores por la vía de la santidad, y no sólo por la vía del oficio que desempeñan.

¿Mas qué significa la propuesta de Jesús de negarse a sí mismo? ¿Se pude proponer todavía a un mundo que habla sólo de autorrealización, autoafirmación? El negarse no es nunca un fin en sí mismo, ni un ideal en sí. Lo más importante es lo positivo: Si alguno quiere venir en pos de mí; es seguir a Cristo, poseer a Cristo. Decir no a sí mismo es el medio; decir sí a Cristo es el fin. Pablo lo presenta como una especie de ley del espíritu: «Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis» (Rom 8,13). Esto, como se ve, es un morir para vivir; es lo opuesto a la visión filosófica según la cual la vida humana es "un vivir para morir" (Heidegger).

Se trata de saber si queremos vivir "para nosotros mismos" o "para el Señor" (cf. 2 Cor 5,15; Rom 14,7-8). Vivir "para uno mismo" significa vivir para la propia comodidad, la propia gloria, el propio progreso; vivir "para el Señor" significa poner siempre en primer lugar, en nuestras intenciones, la gloria de Cristo, los intereses del Reino y de la Iglesia. Cada "no", pequeño o grande, dicho a uno mismo por amor, es un "sí" dicho a Cristo.

No se trata de saberlo todo sobre la abnegación cristiana, su belleza y necesidad; se trata de pasar a la acción, de practicarla. Un gran maestro de espíritu de la antigüedad decía: «Es posible quebrar diez veces la propia voluntad en un tiempo brevísimo; y os digo cómo. Uno está paseando y ve algo; su pensamiento le dice: "Mira allí", pero él responde a su pensamiento: "No, no miro", y así quiebra su propia voluntad. Después se encuentra con otros que están hablando mal de alguien, tal vez del superior, y su pensamiento le dice: "Di también tú lo que sabes", y quiebra su voluntad callando».

Este Padre antiguo trae ejemplos tomados de la vida monástica. Pero se pueden actualizar y adaptar fácilmente a la vida de cada uno, clérigos y laicos. Encuentras, si no a un leproso como Francisco, a un pobre que sabes que te pedirá algo; tu hombre viejo te empuja a pasar al lado opuesto de la calle, y tú en cambio te violentas y vas a su encuentro, quizás regalándole sólo un saludo y una sonrisa, si no puedes otra cosa. Tienes la oportunidad de una ganancia ilícita: dices que no y te has negado a ti mismo. Has sido contradicho en una idea tuya; irritado, quisieras argumentar enérgicamente, pero callas y esperas: has quebrado tu yo. Crees haber recibido un agravio, un trato o un destino no adecuado a tus méritos: quisieras hacerlo notar a todos, encerrándote en un silencio de tácito reproche. Dices que no, rompes el silencio, sonríes y retomas el diálogo. Te has negado a ti mismo y has salvado la caridad. Y así sucesivamente

Un signo de que se está en el buen camino en la lucha contra el propio yo, es la capacidad o al menos el esfuerzo de alegrarse por el bien hecho por otro o la promoción recibida por otro, como si se tratara de uno mismo:

«Bienaventurado aquel siervo -escribe Francisco en una de sus Admoniciones- que no se exalta más del bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio de otro» (Adm 17,1).

Es una meta difícil (quien les habla está lejos de haberla alcanzado), pero el caso de Francisco nos ha mostrado lo que puede nacer de un negarse a sí mismo hecho en respuesta a la gracia. El premio es la alegría de poder decir con Pablo y con Francisco: «Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Y será el inicio de la alegría y la paz ya en esta tierra. Francisco con su "perfecta alegría" es el ejemplo vivo de la "alegría que viene del Evangelio", el Evangelii Gaudium.

De parte de Francisco y de mi parte, ¡Paz y Bien a todos!