Primera lectura: Samuel 1,24-28
Salmo:1S 2,1.45.6-7.8abcd
Evangelio: Lucas 1,46-56
– La paz es un don de Dios
– El designio de salvación es universal
– El Bautista quiere que solo brille Jesús
«EL SEÑOR viene con esplendor a visitar a su pueblo con la paz y comunicarle vida eterna», rezamos hoy en la Antífona de entrada. La paz es uno de los signos de la llegada del Mesías. Los profetas recuerdan que él traerá la paz a Israel, y que solo con su ayuda podrán librarse de sus enemigos. Por ello, «lleva por nombre Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la Paz» (Is 9,5). La paz no es solo el resultado de una estrategia humana sino un don que llega de su mano; es fruto de la presencia de Dios entre los suyos. «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»: una pacífica presencia que no tendrá fin.
Dios ha hecho con los hombres una alianza de paz. Así lo recuerda Zacarías el día de la circuncisión de su hijo Juan. Delante de sus familiares y amigos, entona el Benedictus, un himno de alabanza y agradecimiento. Feliz por el don de su paternidad inesperada, exclama: «El Sol naciente nos visitará desde lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,78-79). También en la nochebuena escucharemos con alegría el canto de los ángeles a los pastores de Belén: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que él se complace» (Lc 2,14)
Vemos, definitivamente, que el Señor desea que sus discípulos gocemos de la paz que nos trae su presencia. «La paz sea con vosotros» (Jn 20,19), es el saludo del Resucitado. En la intimidad de la oración y al acudir a los sacramentos recuperamos, una vez más, el don de la paz. Por esto, junto a toda la Iglesia pedimos con humildad: «Ven Señor, visítanos con tu paz, para que nos alegremos en tu presencia de todo corazón»[1].
ISAÍAS, en la primera lectura de hoy, anuncia que la salvación es un mensaje para todos los hombres, también para los extranjeros, porque a los que «mantienen mi alianza, los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración; sus holocaustos y sacrificios serán aceptables sobre mi altar» (Is 56,6-7). Nadie está excluido de esta llamada porque Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). Después de la Encarnación, el culto al Señor no se limita a un rito, en un determinado lugar, sino que se puede hacer con el corazón en cualquier sitio. «¿Estás en Jerusalén? ¿Estás en Bretaña? –decía san Jerónimo–. No importa. La Presencia celeste la tienes delante, abierta, porque el reino de Dios está dentro de nosotros»[2].
El profeta Isaías convoca a quienes están alejados de Dios, tanto a aquellos que nunca han tenido la oportunidad de conocer al Señor, como a los que tal vez han perdido el camino o se han distraído. En el Decreto Ad gentes del Concilio Vaticano II se recuerda que «la Iglesia, sal de la tierra y luz del mundo (cfr. Mt 5,13-14), se siente llamada con más urgencia a salvar y renovar a toda criatura para que todo se instaure en Cristo y todos los hombres constituyan en Él una única familia y un solo Pueblo de Dios» (n. 1).
«Ser pueblo de Dios, según el gran designio de amor del Padre, quiere decir ser el fermento de Dios en esta humanidad nuestra, quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios a este mundo nuestro, que a menudo está desorientado, necesitado de tener respuestas que alienten, que donen esperanza y nuevo vigor en el camino. Que la Iglesia sea espacio de la misericordia y de la esperanza de Dios, donde cada uno se sienta acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio. Y para hacer sentir al otro acogido, amado, perdonado y alentado, la Iglesia debe tener las puertas abiertas para que todos puedan entrar. Y nosotros debemos salir por esas puertas y anunciar el Evangelio»[3].
AL PRINCIPIO del Adviento nos exhortaba la Iglesia por boca de san Pablo: «Es hora de despertarnos de nuestro letargo (...). La noche está ya muy avanzada y va a llegar el día (...). Revistámonos de las armas de la luz» (Rm 13,11-12). Durante estos días hemos escuchado la voz fuerte de Juan el Bautista que nos invitaba a acercarnos más a Cristo. Juan, en palabras del mismo Jesucristo, es «la lámpara que ardía y brillaba» (Jn 5,35). En el Bautista vemos la figura de quien anuncia con humildad al mensajero de la paz universal. No atrae la atención sobre sí mismo sino sobre la verdadera luz que es Cristo.
Al leer el evangelio de la Misa de hoy, recordamos que el Bautista sabe que todo procede de Dios, incluso el aliento que le anima. Apenas Cristo comienza a ser conocido, Juan se oculta voluntariamente; pone a sus discípulos en seguimiento de Jesús, y termina su vida en el silencio, abandono de una cárcel: sin una queja, feliz de haberse gastado por entero en el servicio de Dios. San Gregorio Magno hace notar que «Juan perseveró en la santidad porque se mantuvo humilde en su corazón»[4]. El mismo Bautista había dicho: «Conviene que él crezca y que yo mengüe» (Jn 3,30); resulta difícil resumir en menos palabras la esencia de la vida interior.
Si miramos de nuevo al Bautista, descubrimos a un hombre de marcada personalidad, con una firmeza y una resolución alejada de cualquier falta de carácter o ligereza. Sin embargo, para cumplir su misión, no duda en menguar «para que sólo Jesús se luzca»[5]. San Josemaría nos anima a seguir el ejemplo del Precursor: «No olvidéis que es señal de predilección divina pasar ocultos (...). Me da una gran alegría pensar que se puede vivir toda una vida de este modo: ser apóstol, ocultarse y desaparecer. Aunque a veces cueste, es muy hermoso desaparecer»[6].
Así se lo pedimos a Dios en la Misa de hoy: «Que te sean agradables, Señor, nuestras humildes ofrendas y oraciones»[7]. María, reina de la paz, hará que nuestros deseos de paz y humildad sean eficaces, con la ilusión puesta en que solo Jesucristo reine en las almas.
[1] Aleluya, viernes de la III semana de Adviento.
[2] San Jerónimo, Epistolae, 2, 58, 2.
[3] Francisco, Audiencia general, 12-VI-2013.
[4] San Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 20, 5.
[5] San Josemaría, Carta 28-I-1975.
[6] San Josemaría, Carta 24-III-1930, n. 21.
[7] Viernes de la III semana de Adviento, Oración sobre las ofrendas.