Salmo: 24,4-5ab.8-9.10.14
Evangelio: Lucas 1,57-66
– El Señor está más cerca
– Jesús entra a formar parte de la familia humana
– Cristo nos enriquece
«EL SEÑOR está cerca»[1]. La intensidad de la espera aumenta de día en día, de hora en hora. Nuestro corazón está atento a la llegada del Emmanuel. El evangelio de hoy nos muestra la larga cadena de generaciones que han esperado al Mesías: de Abraham a David y hasta san José. Nosotros hemos nacido mucho después pero somos herederos de la misma promesa. No es fácil imaginar los sentimientos de tantas generaciones del pueblo judío que esperaban al Mesías prometido. La liturgia nos ofrece una pista, al mirar la magnitud del alegre estallido ante la inminente llegada de Jesús: «Exulta, cielo; alégrate, tierra» (Is 49,13).
Abraham es el comienzo de esta larga cadena, el primero de una familia que durará para siempre. Se fio del Señor y su promesa se ha cumplido: «Mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas» (Gn 15,5). Dios se ha servido de su fidelidad y de la de tantos otros para enviarnos a su Hijo y hacer posible de nuevo la intimidad de Dios con los hombres. Nuestra dignidad fue restaurada y elevada a un grado impensable: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1Co 2,9). El alma se nos llena del gozo profundo de sabernos salvados, rescatados y curados: «Por eso, con los ángeles y arcángeles, tronos y dominaciones, y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria»[2].
Puede que nuestro canto no suene siempre afinado, pero el Espíritu Santo nos envuelve con sus «gemidos inenarrables» (cfr. Rm 8,26). Comprobamos día tras día cuánto nos gustaría poder responder con la misma medida de Dios. No cabe en palabras el deseo divino de encontrarse con nosotros ni su insistencia: catorce generaciones de Abraham a David, catorce hasta la deportación a Babilonia y otras catorce hasta Cristo (cfr. Mt 1,17). Enseguida viene el grito divino en nuestro socorro: «No temas». Es el mismo Dios quien se alegrará y dará gracias en nosotros.
TODOS tenemos nuestro árbol genealógico. Jesucristo ha querido tener el suyo. Y en María, su madre, Dios mismo se cruza en el camino de los hombres, uniéndose para siempre a nosotros. Asume la necesidad de esperanza de toda la humanidad, de todas las épocas. Con la encarnación, Dios no rechaza nada de lo humano, carga con el relato de cada persona para ofrecer a todos un lugar en la vida eterna. El Creador del cielo y de la tierra ha querido pertenecer a la familia humana.
«En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo no pertenece a la geografía del espacio, sino a la geografía del corazón. Y el corazón de Dios, en la Noche santa, ha descendido hasta un establo: la humildad de Dios es el cielo. Y si salimos al encuentro de esta humildad, entonces tocamos el cielo. Entonces, se renueva también la tierra»[3]. Cuántas veces nos parece que Dios no puede estar donde hay debilidad, fragilidad o mediocridad. Si no nos conformamos con el pecado, sino que nos ilusionamos por abrazar los verdaderos bienes de la vida, entonces la humildad de Dios no rechaza el establo de nuestro corazón; trae el cielo a nuestra vida ordinaria, a nuestra casa, a cada instante.
Esa lista larga de nombres experimentó, durante muchas generaciones, un ansia que solo llenaría el recién nacido de Belén. Algunos, probablemente, no comprendieron bien lo que esperaban. Otros, en su confusión, buscaron ídolos aparentemente más cercanos y accesibles. Esa misma ansia de salvación sigue latiendo hoy en todas las personas, muchas veces sin que los protagonistas puedan ponerla en palabras o consigan comprenderla con claridad. Nosotros tenemos la suerte de conocer esa buena noticia de la Navidad, esperamos a Jesús, y nos encantaría que llegase hasta el corazón más necesitado del último rincón de la tierra.
«TE BENDECIMOS, Señor, Dios Altísimo, que te has despojado de tu rango por nosotros. Tú eres inmenso, y te has hecho pequeño; eres rico, y te has hecho pobre; eres omnipotente, y te has hecho débil»[4]. Algunas veces suele suceder que nosotros hacemos justo lo contrario a ese movimiento divino: nos consideramos grandes y poderosos. Bien lo sabía san Agustín: «Tú, hombre, quisiste ser Dios y pereciste. Él, Dios, quiso ser hombre y te salvó. ¡Tanto pudo la soberbia humana que necesitó de la humildad divina para curarse!»[5].
Es Cristo quien nos eleva en sus hombros hasta el cielo. La soberbia concede una gloria muy efímera; dura escasos minutos y enseguida cobra su precio. Rápidamente desasosiega e inquieta. Necesita constantemente nuevos motivos para destacar sobre los demás. Nunca da paz ni sacia. San Josemaría era consciente de esta debilidad nuestra: «Conozco un borrico de tan mala condición que, si hubiera estado en Belén junto al buey, en lugar de adorar, sumiso, al Creador, se hubiera comido la paja del pesebre…»[6].
El amor de Dios, por el contrario, es capaz de llenar nuestro corazón como nadie lo ha hecho nunca. Al hablar de su cariño, siempre vamos a quedarnos cortos. Es mucho más lo que no sabemos de su inmenso amor que lo que alcanzamos a comprender sobre él. Santa María que, como dice el prefacio de la Misa de hoy, «lo esperó con inefable amor de Madre», nos contará en la intimidad de la oración esos secretos que conoce de primera mano. Una madre siempre sabe, con un gesto, con una caricia, explicar lo que no cabe en palabras.
[1] Liturgia de las horas, antífona al Invitatorio, 17 de diciembre.
[2] Prefacio II de Adviento.
[3] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2007.
[4] Francisco, Homilía, 24-XII-2014.
[5] San Agustín, Sermón 183.
[6] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 181 (25-III-1931).