Meditación Viernes de la primera semana de Adviento
Necesidad de la gracia de Dios
La misericordia de Dios nos salva
Acoger su misericordia y difundirla
JESÚS predica y cura a los enfermos en los alrededores del lago de Tiberíades. Su fama se ha difundido por toda la región. La gente habla y se hace preguntas sobre Él. Muchos le consideran ya el Mesías prometido. En ese momento, mientras salía de una localidad, «le siguieron dos ciegos diciendo a gritos: –¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!» (Mt 9,27). Seguramente los ciegos se guiaron por el rumor de la muchedumbre que acompañaba al Señor. Es muy posible que la multitud les haya abierto paso o incluso que alguna persona los haya llevado hasta quien buscaban. Así, cuando el Señor llegó a su destino, pudieron acercarse a Él y exponerle su petición. «Jesús les dijo: –¿Creéis que puedo hacer esto? –Sí, Señor –le respondieron. Entonces les tocó los ojos diciendo: –Que se haga en vosotros conforme a vuestra fe» (Mt 9,28).
Como los ciegos del evangelio, nos sentimos también necesitados. Ellos sufrían una dura limitación física; nosotros, en el recogimiento de nuestra oración, nos damos cuenta de que también experimentamos tantas limitaciones materiales y espirituales. Existen muchas cosas que quisiéramos ver más claro. A veces parece que todo se vuelve borroso. Quizá, como a los dos ciegos que siguieron a Jesús, nos vienen ganas de gritar en nuestro corazón pidiendo su ayuda. Queremos abrirnos paso entre la muchedumbre hasta llegar a Él. Entonces imploraremos por nuestra curación desde lo más íntimo de nuestra alma, convencidos de su misericordia. Y saber que somos escuchados por Jesús nos llena de esperanza.
Jesucristo vino al mundo para salvarnos. Él «está dispuesto a darnos la gracia siempre, y especialmente en estos tiempos; la gracia para esa nueva conversión, para la ascensión en el terreno sobrenatural; esa mayor entrega, ese adelantamiento en la santidad, ese encendernos más»[6-1]. Jesucristo, si se lo pedimos, puede traer también luz a nuestros ojos.
«AHORA, que se acerca el tiempo de la salvación –señala san Josemaría–, consuela escuchar de los labios de San Pablo que después que Dios Nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor con los hombres, nos ha liberado no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia (Ti 3,5).
Si recorréis las Escrituras Santas –continúa–, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra (Sal 33,5), se extiende a todos sus hijos, super omnem carnem (Eclo 18,12); nos rodea (Sal 32,10), nos antecede (Sal 59,11), se multiplica para ayudarnos (Sal 34,8), y continuamente ha sido confirmada (Sal 107,2). Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Sal. 24,7): una misericordia suave (Sal 109,21), hermosa como nube de lluvia (Eclo 35,26)»[6-2].
Si conocemos cada vez mejor cómo es Dios, tendremos motivos suficientes para sentirnos seguros junto a Él. Nos conforta saber que ha venido por nosotros y que sus predilectos fueron siempre los enfermos y aquellos con corazón grande, aunque sus miserias fueran muchas. Nos lo recuerda las palabras del profeta Isaías que leemos en la primera lectura de la Misa de hoy: «Aquel día los sordos oirán las palabras del libro, y, desde la oscuridad y las tinieblas, los ciegos verán. Los humildes aumentarán su alegría en el Señor, y los más pobres exultarán en el Santo de Israel» (Is 29, 17-20). «¡Qué seguridad nos produce esa actitud del Señor! “Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso” (Ex 22,27). Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno” (Hb 4,16). Los enemigos de nuestra santificación nada podrán, porque esa misericordia de Dios nos previene; y si –por nuestra culpa y nuestra debilidad– caemos, el Señor nos socorre y nos levanta»[6-3].
JESÚS sana a los ciegos tocando sus ojos. Con frecuencia los evangelistas describen al Señor acercando su mano a los enfermos. Se trata de un signo gráfico que muestra su poder divino que somete al mal. Dios abraza y redime todas las situaciones humanas: incluso las más duras y desesperadas, incluso las que pueden parecer muy lejanas. «La misericordia de nuestro Señor se manifiesta sobre todo cuando Él se inclina sobre la miseria humana y demuestra su compasión hacia quien necesita comprensión, curación y perdón. Todo en Jesús habla de misericordia, es más, Él mismo es la misericordia»[6-4].
Dejémonos tocar por Dios y vivamos nuestra vida cristiana con actitud de hijo en una atmósfera de confianza. Tenemos la seguridad inquebrantable de que el Señor «nos ama, y quien ama comprende, espera, da confianza, no abandona, no corta los puentes, sabe perdonar. Recordémoslo en nuestra vida de cristianos: Dios nos espera siempre, aun cuando nos hayamos alejado. Él no está nunca lejos, y si volvemos a Él, está preparado para abrazarnos»[6-5].
Entonces nos damos cuenta de que la vida, en el fondo, es un continuo diálogo entre nuestra debilidad y la misericordia divina parecido al que mantuvieron aquellos dos ciegos con Jesús. La pregunta que les dirige el Señor es un recordatorio de que lo más importante es la confianza en Él. Entonces surge la respuesta firme: ¡nos fiamos! Era tan inmensa la alegría de los ciegos después de su curación que no pudieron callar semejante acontecimiento. También nosotros, al comprobar las maravillas que Jesús obra en nuestras almas, queremos anunciar la bondad de nuestro Dios que viene a salvarnos. Al considerar, durante este rato de oración, el don de su misericordia, permanecemos con el alma encendida en acción de gracias. Hacemos extensivo nuestro agradecimiento a santa María, por quien vino al mundo nuestro Salvador.
[6-1] San Josemaría, Notas de una meditación, 2-III-1952
[6-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 7.
[6-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 7.
[6-4] Francisco, Mensaje para la XXXI Jornada Mundial de la Juventud, 15-VIII-2015. [6-5] Francisco, Homilía, 7-IV-2013.