Jesús sale a nuestro encuentro
Pedir al Señor que envíe obreros a su mies
Renovar nuestra misión
EL EVANGELIO de hoy nos presenta a Jesús que sale al encuentro de la gente. «Recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias» (Mt 9,35). Su preocupación e interés por cada persona no se quedan solo en las palabras. Jesús se esfuerza por acercarse a las necesidades de cada uno, toma la iniciativa y se moviliza. Les infunde optimismo hablándoles del amor que Dios les tiene, escucha atentamente sus dificultades y hace lo que está a su alcance para remediarlas. Podemos imaginar al Señor mirando a los ojos con cariño a la gente que se acercaba hasta Él. «Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36).
También hoy el Señor se acerca a nuestro mundo; incluso más: está siempre en él. Es un Dios cercano que no se ha retirado de su creación, nunca la ha abandonado a su suerte. Al contrario, se alegra y se deleita con la maravillosa bondad de las personas corrientes, humildes, inadvertidas para la gran historia, que procuran vivir según el corazón de Dios. Y, asimismo, se llena de compasión al ver otras personas maltratadas, abatidas, desorientadas, sin una compañía que las guíe y conforte.
«Iesus Christus heri et hodie: ipse et in sæcula!» (Hb 13,8). Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre. Sigue saliendo a nuestro encuentro de innumerables maneras: alimenta nuestras almas con el Pan eucarístico, nos transmite paz y esperanza con la voz de su Palabra, nos muestra el camino a seguir hablándonos en el silencio de la oración. «Pueblo de Sion, que habitas en Jerusalén: no tendrás que llorar más. Él te concederá gracia a la voz de tu súplica. Tan pronto la oiga, te responderá» (Is 30,19). Jesús nos busca sin que se lo pidamos, la iniciativa es siempre suya. Nuestro agradecimiento nunca será suficiente, nuestra respuesta nunca será proporcionada a tanta bondad. Por eso queremos acompañar nuestras acciones de gracias con un deseo de permanecer atentos a sus inspiraciones que no cesan.
EN EL EVANGELIO vemos a Jesús en medio de la gente, sacando a cada jornada su máximo provecho, al punto de que en ocasiones ni siquiera tiene tiempo para comer (cfr. Mc 6,31). No le alcanzan las horas del día para hacer frente a tantas necesidades. Ante ese panorama, nos cuenta san Mateo que el Señor confía a sus discípulos más cercanos algo que llevaba en su alma: «La mies es mucha, pero los obreros pocos» (Mt 9,37); hay muchas personas a las que ayudar, pero son pocos los que se dedican a esta tarea apremiante. El mundo tiene necesidad de Dios. Y Jesús, mejor que nadie, lo sabe. «¿Cómo invocarán a Aquel en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Y cómo oirán sin alguien que predique? ¿Y cómo predicarán, si no hay enviados?» (Hb 10,14-15). Frente a tal necesidad, siempre serán pocos los que comparten con el Señor la misión de comunicar al mundo la alegría del evangelio, de anunciar al hombre de hoy ese mensaje de salvación.
Del fondo del corazón de Jesús nace la súplica dirigida a sus discípulos: «Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,38). Daremos una alegría al Señor si nos disponemos a rezar con más insistencia por esta intención suya. Supliquemos a nuestro Padre Dios que nos encienda a nosotros y a muchos cristianos en una santidad que nos llene de alegría y nos lance a compartirla con todos. Pidamos también que envíe más vocaciones a su Iglesia y de modo particular a la Obra; personas de todo tipo y condición que con generosidad decidan entregar su vida entera al servicio del Evangelio.
SEGUIMOS meditando el pasaje del Evangelio que la liturgia nos ofrece hoy. Inmediatamente después de confiar a sus discípulos esta petición, Jesús los llama y les confiere el poder necesario para que sean ellos los que le ayuden en la tarea de salir al encuentro de las necesidades de los hombres: «Id y predicad: “El Reino de los Cielos está al llegar”. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, expulsad los demonios. Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente» (Mt 9,7-8). El Señor pide a sus discípulos que recen para que haya muchas almas generosas que se decidan a colaborar con Él y, al mismo tiempo, les pide también que ellos mismos lleven adelante esta apremiante tarea.
Cuando pedimos vocaciones, el Señor renueva continuamente nuestra propia misión de apóstoles. «Son muchos los cristianos –señala san Josemaría– persuadidos de que la Redención se realizará en todos los ambientes del mundo, y de que debe haber algunas almas –no saben quiénes– que con Cristo contribuyen a realizarla. Pero la ven a un plazo de siglos, de muchos siglos...: serían una eternidad, si se llevara a cabo al paso de su entrega. Así pensabas tú, hasta que vinieron a “despertarte”»[7-1].
Si pedimos al Señor con sinceridad que envíe operarios que se ocupen de la abundante cosecha, si tenemos esta clara –aunque íntima– manifestación de fervor apostólico, esa oración redundará también en nuestra propia santidad y fidelidad. Pedir a Dios que encienda a más cristianos en la alegría de evangelizar nos servirá también de despertador a nosotros. María ante el anuncio del ángel manifestó su plena disponibilidad para que se cumpliera en su vida la palabra de Dios. Esta actitud personal siempre fue de la mano con querer que quienes la rodeaban hicieran lo que Jesús decía (cfr. Jn 2,5). A ella confiamos nuestra oración de petición por más evangelizadores, y pedimos su intercesión para que esta actitud nos lleve a nosotros más cerca de su Hijo.
[7-1] San Josemaría, Surco, n. 1.