Doña Petra había sido siempre una mujer alegre, con un corazón grande. Tenía sólo un hijo, que no veía hacía más de 15 años...
Por: Marcelino de Andrés | Fuente: es.catholic.net
Las primeras luces del alba anunciaban perezosas la llegada del nuevo día. Un letargo profundo se cernía aún sobre el pueblo acurrucado a las faldas de una majestuosa montaña. El silencio y la nieve que lo envolvían todo fueron los únicos que salieron a recibir aquel amanecer gris y apagado.
Sólo un par de horas más tarde se percibían las primeras señales de vida. Comenzaban a humear algunas chimeneas. Chirriaban los primeros cerrojos de las casas. Muy poco a poco el ambiente se iba tachonando de ruidos y voces.
-Buen día, Don Manuel.
-Buen día, Doña Encarna. Por fin estas calles la ven de nuevo. ¿Qué tal ese catarro?
-A Dios gracias, lo del catarro ya casi es agua pasada -contestó ella mientras terminaba de limpiarse discretamente la nariz con un pañuelo. -Aunque me las hizo pasar mal. Ya entiende usted que a nuestra edad cualquier cosilla nos deja en la cuneta por unos días... Por cierto, ¿sabe usted cómo anda Doña Petra?
-Pues no lo sé -dijo encogiéndose de hombros. -Y nadie en el pueblo parece saberlo a ciencia cierta. Desde la trágica muerte de su esposo, hace ya casi un mes, apenas se la ha visto salir de casa. A Misa de seis y poco más. Dicen que hasta se le ha olvidado hablar, porque no le dirige la palabra a nadie...
Doña Petra había sido siempre una mujer alegre y comunicativa. Tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Se había ganado a fuerza de amor el respeto y el cariño del pueblo entero. Dios le dio sólo un hijo, al que amó (mientras estuvo a su lado) como mejor no podía haberlo hecho la mejor de las madres. Pero tristemente aquel hijo le salió mal hijo a doña Petra. Nunca se supo por qué aquel muchacho no llegó a apreciar todo lo que su madre hizo por él. Un buen día, si corto ni perezoso, se fue de casa pegando un portazo. Era apenas un adolescente. Aquello le partió el alma a Doña Petra. De no haber sido por el talante del esposo que tenía, se hubiera venido abajo irremediablemente. Sí, aquel hombre estupendo que era su marido, la sostuvo en su ánimo tras el abandono ingrato del hijo.
El caso es que habían pasado ya más de 15 años y aquel vástago no se había dignado volver a asomarse una sola vez, ni siquiera de lejos, a la vida de sus padres. Nadie en el pueblo parecía saber qué había sido de él.
Ciertamente aquel pueblo era muy pequeño. De quince a veinte vecinos. No más. Y sus habitantes eran poco dados a trotar mundos. La noticias que allí llegaban del exterior eran, además de las de la tele o la radio, las que traían el panadero cada dos días y el cartero cada semana.
La casa de doña Petra era la última del pueblo. Estaba enclavada en la ladera este de la montaña. La rodeaba un nutrido bosque de esbeltos abetos, un poco encogidos ahora por el mantón de nieve que les cubría las ramas.
Ese día era domingo. Doña Petra se había levantado a las cinco como de ordinario. Había dejado en perfecto orden su habitación y había bajado a la cocina para poner a calentar un poco de agua y añadir un poco de leña al fuego del hogar. Luego, echándose encima una mantilla oscura y un grueso abrigo de lana, se había encaminado a la iglesia para la misa de seis. El domingo, a esas horas, no estaban en misa más que ella y otra anciana señora. Y aún así el bueno del párroco no se ahorró un par de minutos de homilía, recordando a aquellas dos devotas que la Navidad estaba ya próxima y habían de prepararse bien.
El párroco, Don Manuel, era un gran sacerdote. Ya estaba entradito en años, pero no perdía su celo y jovialidad; y aún le daban las fuerzas y el ánimo para atender con solicitud dos o tres pueblos de la zona. Sabía bien él las penas que afligían el alma de Doña Petra y, además de rezar por ella todos los días, no perdía ocasión para tratar de infundirle un poco de ánimo y confianza.
Una vez en casa, doña Petra se tomó su habitual té de manzanilla natural y un par de galletas maría. Tras el frugal desayuno, cogió el cesto de la costura y sentándose en una mecedora, junto a la chimenea, se sumergió en sus trabajos de punto y labor. Solía gastar horas en ello mientras su mente buceaba en el profundo mar de sus recuerdos, ahora teñido de tristeza por la reciente muerte de su amado esposo. Desde hacía unos días merodeaba en su interior una sensación que le mordía el alma. Iba a ser la primera Navidad que pasaba sin su marido. No alcanzaba a ver cómo sería capaz de soportar aquello. Sólo de imaginarlo se le comprimía el corazón y los ojos se le cuajaban de lágrimas. Le parecía algo insufrible. Llegó incluso a surcarle por la mente como un relámpago esta alocada idea: -mejor morirme de una vez antes de que eso llegue... -¡Si al menos supiese algo de mi hijo! -solía suspirar cuando la pesadumbre amenazaba asfixiar su mortecina esperanza.
Los domingos el pueblo en pleno parecía concentrarse en la iglesia primero, para la misa de doce y, justo después, en el bar-restaurante de la localidad. Allí se arreglaba el mundo entero entre tintos y claras, aceitunas y boquerones, Fortunas y Abanos. Para todo había opinión y veredicto final: política, economía, sociedad, educación. Se lanzaban al aire tantas máximas inapelables como servilletas de papel al suelo. Por lo visto sólo en el tema del fútbol estaba permitido dejar sin sentencia conclusiva una discusión...
Pues resulta que por aquellos precisos días otro asunto empezó a gozar del mismo privilegio. Y era el de la ya preocupante situación de Doña Petra. No lograban en las tertulias ponerse de acuerdo sobre cómo ayudarla. Y por más que gastaban saliva y cacumen, no daban con una solución que pareciese eficaz y adecuada. Incluso el pesimismo comenzaba a ganarse adeptos y ya algunos temían que, el día menos pensado, se la iban a encontrar muerta, por la pena y la aflicción, no por otra cosa.
-Y si vamos todos un día a su casa a saludarla y le organizamos una buena fiesta, a lo mejor logramos sacarla del desconsuelo que la aflige -sugirió Doña Tere, la dueña del bar.
-Eso no funciona -respondió resuelta Doña Ana, la mujer del herrero -ya lo intentamos hace un par de semanas, justo el día de su cumpleaños y ni siquiera nos abrió la puerta, aunque sí nos dio amablemente las gracias.
-Yo creo que no tiene ya remedio -añadió con tono grave y pausado Don Pedro, el anciano boticario, -he visto a mucha gente sana, y de mi edad o más joven aún, apagarse para siempre en pocos días, de puro pesar al quedarse sin su último ser querido...
Un incómodo silencio cayó sobre los presentes por unos momentos. Hasta que otra voz femenina, la de Doña Luisa, una de las mejores amigas de doña Petra, se decidió a romperlo.
-Pero Doña Petra tenía un hijo ¿no es verdad? -los que la escucharon, tras un gesto de asombro, asintieron con la cabeza. -Por lo tanto, aún le queda un ser querido...
-Sí, tienes razón -la interrumpió Doña Rosa, la viuda del ebanista -si logramos dar con su hijo y que éste le dé alguna señal de vida (y tanto mejor de afecto), esa podría ser la tabla de salvación para su madre.
-No olvidéis que ese hijo del que habláis nunca pareció llevarse muy bien con su madre y se fue de casa de mala manera hace ya muchos años -repuso Don Juan, el herrero. -Además -añadió -no va a ser nada fácil localizarlo y mucho menos convencerlo de lo que pretendemos.
-Yo creo saber dónde encontrarle -afirmó Doña Luisa -y espero tener éxito en convencerle. -Luego, levantándose, continuó -y me voy a buscarlo ahora mismo.
La tarde estaba declinando y el gris blanquecino del cielo comenzaba a apagarse. La nieve había vuelto a tapizar de un blanco puro todas las calles.
Doña Petra después de haber comido un poco de verdura cocida y alguna fruta, había vuelto a darle con paciencia de monje al ganchillo y a los bordados, al calor de una lumbre serena. Su actividad parecía en contraste con su alma, donde se deshilachaban las ilusiones y se apagaban las esperanzas. Ella no solía cenar. Sólo alguna que otra vez, estando en vida su esposo, tomaba alguna cosilla para acompañarlo cuando volvía de atender a sus pacientes. Desde que él no estaba, ya no tenía motivo para tomar nada y tampoco apetito.
El marido de Doña Petra, Antonio se llamaba, había sido por largos años el médico del pueblo. Y lo era de sol a sol. No tenía horario de trabajo. Su horario eran las necesidades de los demás; comenzando por su familia y siguiendo por todo el que requería su ayuda. Cada habitante del pueblo le recuerda con especial gratitud. Don Antonio desbordaba un optimismo y buen humor contagiosos. Él solía decir que esa era su mejor medicina, y que funcionaba con todos. Y realmente con ella ayudó a sanar muchos cuerpos, y sobre todo muchas almas. Su muerte nadie la olvidará jamás; y tampoco su vida.
Cerca del poblado hay una pequeña laguna que en lo más crudo del invierno llega a congelarse en buena parte. Circunstancia ésta muy bien aprovechada por los niños y jóvenes para divertirse patinando sobre su superficie. Hacía menos de un mes Don Antonio andaba dando una vuelta por el parque que rodea dicha lagunilla. El hielo no estaba aún lo suficientemente grueso como para poder estar sobre él sin peligro. No obstante esto, había un reducido grupo de niños patinando despreocupados, frente a las miradas irresponsables de algunos mayores que no debían de ser sus padres. Total, que sucedió lo que tenía que suceder. Una niña se aventuró temeraria por una parte donde el hielo era inconsistente y cedió bajo sus patines como un ligero cristal. A los gritos de la niña que se hundía en el agua helada, se unieron los de los presentes que se quedaron mirándola atónitos sin saber qué hacer. Don Antonio acudió corriendo como pudo. No tuvo mucho tiempo para pensar lo que debía hacerse. Caminó sobre el hielo hasta donde era posible y luego se tiró al agua para rescatar a la pequeña que ya apenas se movía.
Logró fatigosamente sacarla del agua y ponerla a salvo sobre un lugar donde la capa de hielo se veía más resistente. Luego trató penosamente de salir él. Sus miembros, atenazados por el tremendo frío, ya no le respondían. Cuando había conseguido apenas poner la mitad de su cuerpo fuera del agua, se desplomó sobre el hielo. Su corazón no resistió más.
El pueblo entero se estremeció ante aquella muerte heroica y participó en los funerales con evidente y sincero dolor. Un incontenible sentimiento de admiración y gratitud inundó de lágrimas hasta las más resecas pupilas. Ningún corazón ese día y los sucesivos permaneció indiferente ante aquel hombre extraordinario que vivió amando y que cerró el libro de su vida firmando la última página con el sello del acto de amor más sublime: dar la vida propia. Esta verdad, proclamada por Don Manuel durante la misa de cuerpo presente, sigue hoy, casi un mes después, pasando de boca en boca entre los habitantes de la aldea.
A eso de las once de la noche, Doña Petra, antes de retirarse, volvió a reavivar y alimentar el fuego de la chimenea con algunos troncos gruesos. Una vez en su cuarto, se arrodilló, como de costumbre, a los pies de su cama y elevó a Dios esta sentida oración: “Señor, cada vez me cuesta más darte las gracias por el día que acaba. De un tiempo acá cada noche me interesa menos llegar al día siguiente. Tu sabes que no quiero, no puedo vivir esta Navidad lejos de mi esposo. Siento que no tendré las fuerzas. Sabes que hay sólo dos hilos que me atan a esta tierra: tú voluntad que sigue dándome la vida y el amor que aún nutro por mi hijo. Pero, Señor, si realmente yo no soy ya nadie para él, entonces es mejor que me concedas lo que te pido: Llévame de una vez contigo y con mi esposo, por favor”.
Transcurrieron varios días sin que nada extraordinario aconteciese. A Doña Petra se le veía cada vez más encorvada, como si llevase sobre la espalda un peso superior a sus fuerzas. La inquietud de todos iba en aumento y más cuando el 23 de diciembre, a eso de las nueve de la mañana, vieron por fin llegar a Doña Luisa. Colgaba de su rostro una evidente frustración. No había dado con el hijo de Doña Petra y todo parecía indicar que había salido del país hacía ya tiempo.
Esa tarde, en el bar de Doña Tere, la tertulia se disolvió antes de lo normal. Salieron todos hacia sus casas con la mirada baja y el corazón chorreando amargura y malos presentimientos. Sabían bien lo que significaba la Navidad para Doña Petra y lo que supondría para ella pasarla en las condiciones de abatimiento y soledad en las que se encontraba. ¿Resistiría? Aquella noche, sinceras plegarias atravesaron muchos tejados del pueblo y se elevaron al cielo por ella...
Despuntó el día 24. Esa mañana la chimenea de Doña Petra ya no despedía su puntual y acostumbrada columna de humo. Y tampoco acudió a la misa de seis. Don Manuel supuso que sería porque pensaba asistir a la misa de gallo que se tendría por la noche. De todos modos el bueno del párroco ese día, después de celebrar, se quedó un buen rato más de rodillas ante el sagrario pidiendo a Dios por la atribulada Doña Petra y por el hijo perdido.
A media mañana, el inconfundible claxon del cartero resonó por las calles del pueblo. No era el día del correo y además era el 24 de diciembre, cuando nadie trabaja. Tras unos momentos de asombro general, nadie dio mayor importancia al hecho y siguieron a lo suyo. Sólo un chiquillo corrió al cartero para ver si había algo que repartir. Había sólo una carta, los sellos eran del extranjero y tenía un gran letrero en rojo que decía URGENTE. El muchacho tomó el sobre, vio para quién era y salió trotando calle arriba hacia última casa del pueblo.
Aquella noche Doña Petra tuvo un sueño estupendo. Soñó que ella, su marido y su hijo, se encontraban el día de Navidad nada menos que en la cueva de Belén, extasiados de gozo por estar los tres juntos con Jesús y su Madre María. No hubiera querido despertar nunca y así se lo pidió al Niño Jesús con el corazón en las manos. Por eso, al despertarse, sintió como si una losa de desilusión y desengaño se le viniese encima. Su alma abatida ya no pudo levantar al cuerpo y se quedó postrada en la cama. Se había rendido...
En eso se oyó tocar la puerta y la voz del chiquillo que traía la carta, llenó su cuarto. -¡Doña Petra...! ¡Qué le ha llegado una carta...! ¡Y pone URGENTE!
Un relámpago de esperanza iluminó por un instante la mirada perdida de Doña Petra. Pero no llegó a entrale en el corazón. El muchacho insistía en llamar y gritar. Hasta que después de un rato, al ver que allí no parecía haber nadie dispuesto a abrir, introdujo el sobre por debajo de la puerta y lo empujó hacia dentro. Doña Petra siguió inmóvil un buen rato, repitiendo una y otra vez la misma petición al Señor: “Llévame de una vez contigo y con mi esposo, por favor”.
De pronto una intensa premonición le sacudió el alma. Se incorporó, se calzó las zapatillas de andar por casa y bajó con fatiga hasta la entrada. Se agachó lentamente llevándose la mano izquierda a los riñones y tomó el sobre. Fue luego hacia la sala arrastrando los pies, se sentó al borde de una silla y se puso las gafas para leer. Una luz fría y pálida entraba por la ventana y caía directamente donde ella había tomado asiento. Vio que el sobre no tenía ningún remite. Lo abrió torpemente, extrajo una tarjeta de Navidad y comenzó a leerla. El pulso le temblaba más de lo habitual. Cuando parecía haber terminado, levantó la mirada húmeda, se llevó la postal al pecho y cerró los ojos que ya no pudieron contener las lágrimas. Permaneció así un tiempo. La expresión de su semblante se volvió serena, su rostro “milagrosamente” recobró el color y hasta le desaparecieron algunas arrugas.
De repente la luz que se filtraba por las cortinas de la ventana se hizo más intensa y caliente. El sol había penetrado las densas nubes y parecía haberse enfocado todo él para llenar de claridad la casa de Doña Petra. De hecho no salía el sol en el pueblo ni se veía el cielo desde hacía semana y media. Aunque en la casa de Doña Petra desde hacía bastante más...
Ella se levantó, y se dirigió hacia la habitación de su hijo. De paso fue subiendo todas las persianas y la casa iba llenándose de luminosidad y de vida al igual que su alma y su cuerpo. Una vez dentro del cuarto, tomó una carta que había dejado la noche anterior sobre el escritorio y la rompió para más tarde echarla al fuego. Luego volvió a tender la cama y a dejar el cuarto listo como lo había mantenido hasta ayer por la noche durante más de quince años.
Dedicó varias horas, con asombrosa vitalidad, a vestir toda la casa de Navidad. Puso un precioso nacimiento y vendó de luces de colores un pequeño arbolito que ambientaba el hall de ingreso. Se le fue el día en ello sin darse cuenta. Ya había caído la noche y ni si quiera se había acordado de comer ni de cenar. Pero no le importó.
Sacó del ropero su mejor vestido de fiesta y se engalanó como nunca. Bajo un elegante abrigo salió de casa en dirección a la iglesia. Eran las diez y media. Entró y se puso de rodillas en la primera banca muy cerquita del nacimiento parroquial mientras comenzaba la misa prevista para las once.
De vez en cuando sacaba del bolso la tarjeta de Navidad recibida esa mañana, miraba con devoción al niño Jesús y se secaba las lágrimas después de releer lo que en ella estaba escrito:
Mamá,
Iré a verte pronto.
Tu hijo que sí te quiere y te pide perdón.
¡Feliz Navidad!
Por: Marcelino de Andrés | Fuente: es.catholic.net
Las primeras luces del alba anunciaban perezosas la llegada del nuevo día. Un letargo profundo se cernía aún sobre el pueblo acurrucado a las faldas de una majestuosa montaña. El silencio y la nieve que lo envolvían todo fueron los únicos que salieron a recibir aquel amanecer gris y apagado.
Sólo un par de horas más tarde se percibían las primeras señales de vida. Comenzaban a humear algunas chimeneas. Chirriaban los primeros cerrojos de las casas. Muy poco a poco el ambiente se iba tachonando de ruidos y voces.
-Buen día, Don Manuel.
-Buen día, Doña Encarna. Por fin estas calles la ven de nuevo. ¿Qué tal ese catarro?
-A Dios gracias, lo del catarro ya casi es agua pasada -contestó ella mientras terminaba de limpiarse discretamente la nariz con un pañuelo. -Aunque me las hizo pasar mal. Ya entiende usted que a nuestra edad cualquier cosilla nos deja en la cuneta por unos días... Por cierto, ¿sabe usted cómo anda Doña Petra?
-Pues no lo sé -dijo encogiéndose de hombros. -Y nadie en el pueblo parece saberlo a ciencia cierta. Desde la trágica muerte de su esposo, hace ya casi un mes, apenas se la ha visto salir de casa. A Misa de seis y poco más. Dicen que hasta se le ha olvidado hablar, porque no le dirige la palabra a nadie...
Doña Petra había sido siempre una mujer alegre y comunicativa. Tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Se había ganado a fuerza de amor el respeto y el cariño del pueblo entero. Dios le dio sólo un hijo, al que amó (mientras estuvo a su lado) como mejor no podía haberlo hecho la mejor de las madres. Pero tristemente aquel hijo le salió mal hijo a doña Petra. Nunca se supo por qué aquel muchacho no llegó a apreciar todo lo que su madre hizo por él. Un buen día, si corto ni perezoso, se fue de casa pegando un portazo. Era apenas un adolescente. Aquello le partió el alma a Doña Petra. De no haber sido por el talante del esposo que tenía, se hubiera venido abajo irremediablemente. Sí, aquel hombre estupendo que era su marido, la sostuvo en su ánimo tras el abandono ingrato del hijo.
El caso es que habían pasado ya más de 15 años y aquel vástago no se había dignado volver a asomarse una sola vez, ni siquiera de lejos, a la vida de sus padres. Nadie en el pueblo parecía saber qué había sido de él.
Ciertamente aquel pueblo era muy pequeño. De quince a veinte vecinos. No más. Y sus habitantes eran poco dados a trotar mundos. La noticias que allí llegaban del exterior eran, además de las de la tele o la radio, las que traían el panadero cada dos días y el cartero cada semana.
La casa de doña Petra era la última del pueblo. Estaba enclavada en la ladera este de la montaña. La rodeaba un nutrido bosque de esbeltos abetos, un poco encogidos ahora por el mantón de nieve que les cubría las ramas.
Ese día era domingo. Doña Petra se había levantado a las cinco como de ordinario. Había dejado en perfecto orden su habitación y había bajado a la cocina para poner a calentar un poco de agua y añadir un poco de leña al fuego del hogar. Luego, echándose encima una mantilla oscura y un grueso abrigo de lana, se había encaminado a la iglesia para la misa de seis. El domingo, a esas horas, no estaban en misa más que ella y otra anciana señora. Y aún así el bueno del párroco no se ahorró un par de minutos de homilía, recordando a aquellas dos devotas que la Navidad estaba ya próxima y habían de prepararse bien.
El párroco, Don Manuel, era un gran sacerdote. Ya estaba entradito en años, pero no perdía su celo y jovialidad; y aún le daban las fuerzas y el ánimo para atender con solicitud dos o tres pueblos de la zona. Sabía bien él las penas que afligían el alma de Doña Petra y, además de rezar por ella todos los días, no perdía ocasión para tratar de infundirle un poco de ánimo y confianza.
Una vez en casa, doña Petra se tomó su habitual té de manzanilla natural y un par de galletas maría. Tras el frugal desayuno, cogió el cesto de la costura y sentándose en una mecedora, junto a la chimenea, se sumergió en sus trabajos de punto y labor. Solía gastar horas en ello mientras su mente buceaba en el profundo mar de sus recuerdos, ahora teñido de tristeza por la reciente muerte de su amado esposo. Desde hacía unos días merodeaba en su interior una sensación que le mordía el alma. Iba a ser la primera Navidad que pasaba sin su marido. No alcanzaba a ver cómo sería capaz de soportar aquello. Sólo de imaginarlo se le comprimía el corazón y los ojos se le cuajaban de lágrimas. Le parecía algo insufrible. Llegó incluso a surcarle por la mente como un relámpago esta alocada idea: -mejor morirme de una vez antes de que eso llegue... -¡Si al menos supiese algo de mi hijo! -solía suspirar cuando la pesadumbre amenazaba asfixiar su mortecina esperanza.
Los domingos el pueblo en pleno parecía concentrarse en la iglesia primero, para la misa de doce y, justo después, en el bar-restaurante de la localidad. Allí se arreglaba el mundo entero entre tintos y claras, aceitunas y boquerones, Fortunas y Abanos. Para todo había opinión y veredicto final: política, economía, sociedad, educación. Se lanzaban al aire tantas máximas inapelables como servilletas de papel al suelo. Por lo visto sólo en el tema del fútbol estaba permitido dejar sin sentencia conclusiva una discusión...
Pues resulta que por aquellos precisos días otro asunto empezó a gozar del mismo privilegio. Y era el de la ya preocupante situación de Doña Petra. No lograban en las tertulias ponerse de acuerdo sobre cómo ayudarla. Y por más que gastaban saliva y cacumen, no daban con una solución que pareciese eficaz y adecuada. Incluso el pesimismo comenzaba a ganarse adeptos y ya algunos temían que, el día menos pensado, se la iban a encontrar muerta, por la pena y la aflicción, no por otra cosa.
-Y si vamos todos un día a su casa a saludarla y le organizamos una buena fiesta, a lo mejor logramos sacarla del desconsuelo que la aflige -sugirió Doña Tere, la dueña del bar.
-Eso no funciona -respondió resuelta Doña Ana, la mujer del herrero -ya lo intentamos hace un par de semanas, justo el día de su cumpleaños y ni siquiera nos abrió la puerta, aunque sí nos dio amablemente las gracias.
-Yo creo que no tiene ya remedio -añadió con tono grave y pausado Don Pedro, el anciano boticario, -he visto a mucha gente sana, y de mi edad o más joven aún, apagarse para siempre en pocos días, de puro pesar al quedarse sin su último ser querido...
Un incómodo silencio cayó sobre los presentes por unos momentos. Hasta que otra voz femenina, la de Doña Luisa, una de las mejores amigas de doña Petra, se decidió a romperlo.
-Pero Doña Petra tenía un hijo ¿no es verdad? -los que la escucharon, tras un gesto de asombro, asintieron con la cabeza. -Por lo tanto, aún le queda un ser querido...
-Sí, tienes razón -la interrumpió Doña Rosa, la viuda del ebanista -si logramos dar con su hijo y que éste le dé alguna señal de vida (y tanto mejor de afecto), esa podría ser la tabla de salvación para su madre.
-No olvidéis que ese hijo del que habláis nunca pareció llevarse muy bien con su madre y se fue de casa de mala manera hace ya muchos años -repuso Don Juan, el herrero. -Además -añadió -no va a ser nada fácil localizarlo y mucho menos convencerlo de lo que pretendemos.
-Yo creo saber dónde encontrarle -afirmó Doña Luisa -y espero tener éxito en convencerle. -Luego, levantándose, continuó -y me voy a buscarlo ahora mismo.
La tarde estaba declinando y el gris blanquecino del cielo comenzaba a apagarse. La nieve había vuelto a tapizar de un blanco puro todas las calles.
Doña Petra después de haber comido un poco de verdura cocida y alguna fruta, había vuelto a darle con paciencia de monje al ganchillo y a los bordados, al calor de una lumbre serena. Su actividad parecía en contraste con su alma, donde se deshilachaban las ilusiones y se apagaban las esperanzas. Ella no solía cenar. Sólo alguna que otra vez, estando en vida su esposo, tomaba alguna cosilla para acompañarlo cuando volvía de atender a sus pacientes. Desde que él no estaba, ya no tenía motivo para tomar nada y tampoco apetito.
El marido de Doña Petra, Antonio se llamaba, había sido por largos años el médico del pueblo. Y lo era de sol a sol. No tenía horario de trabajo. Su horario eran las necesidades de los demás; comenzando por su familia y siguiendo por todo el que requería su ayuda. Cada habitante del pueblo le recuerda con especial gratitud. Don Antonio desbordaba un optimismo y buen humor contagiosos. Él solía decir que esa era su mejor medicina, y que funcionaba con todos. Y realmente con ella ayudó a sanar muchos cuerpos, y sobre todo muchas almas. Su muerte nadie la olvidará jamás; y tampoco su vida.
Cerca del poblado hay una pequeña laguna que en lo más crudo del invierno llega a congelarse en buena parte. Circunstancia ésta muy bien aprovechada por los niños y jóvenes para divertirse patinando sobre su superficie. Hacía menos de un mes Don Antonio andaba dando una vuelta por el parque que rodea dicha lagunilla. El hielo no estaba aún lo suficientemente grueso como para poder estar sobre él sin peligro. No obstante esto, había un reducido grupo de niños patinando despreocupados, frente a las miradas irresponsables de algunos mayores que no debían de ser sus padres. Total, que sucedió lo que tenía que suceder. Una niña se aventuró temeraria por una parte donde el hielo era inconsistente y cedió bajo sus patines como un ligero cristal. A los gritos de la niña que se hundía en el agua helada, se unieron los de los presentes que se quedaron mirándola atónitos sin saber qué hacer. Don Antonio acudió corriendo como pudo. No tuvo mucho tiempo para pensar lo que debía hacerse. Caminó sobre el hielo hasta donde era posible y luego se tiró al agua para rescatar a la pequeña que ya apenas se movía.
Logró fatigosamente sacarla del agua y ponerla a salvo sobre un lugar donde la capa de hielo se veía más resistente. Luego trató penosamente de salir él. Sus miembros, atenazados por el tremendo frío, ya no le respondían. Cuando había conseguido apenas poner la mitad de su cuerpo fuera del agua, se desplomó sobre el hielo. Su corazón no resistió más.
El pueblo entero se estremeció ante aquella muerte heroica y participó en los funerales con evidente y sincero dolor. Un incontenible sentimiento de admiración y gratitud inundó de lágrimas hasta las más resecas pupilas. Ningún corazón ese día y los sucesivos permaneció indiferente ante aquel hombre extraordinario que vivió amando y que cerró el libro de su vida firmando la última página con el sello del acto de amor más sublime: dar la vida propia. Esta verdad, proclamada por Don Manuel durante la misa de cuerpo presente, sigue hoy, casi un mes después, pasando de boca en boca entre los habitantes de la aldea.
A eso de las once de la noche, Doña Petra, antes de retirarse, volvió a reavivar y alimentar el fuego de la chimenea con algunos troncos gruesos. Una vez en su cuarto, se arrodilló, como de costumbre, a los pies de su cama y elevó a Dios esta sentida oración: “Señor, cada vez me cuesta más darte las gracias por el día que acaba. De un tiempo acá cada noche me interesa menos llegar al día siguiente. Tu sabes que no quiero, no puedo vivir esta Navidad lejos de mi esposo. Siento que no tendré las fuerzas. Sabes que hay sólo dos hilos que me atan a esta tierra: tú voluntad que sigue dándome la vida y el amor que aún nutro por mi hijo. Pero, Señor, si realmente yo no soy ya nadie para él, entonces es mejor que me concedas lo que te pido: Llévame de una vez contigo y con mi esposo, por favor”.
Transcurrieron varios días sin que nada extraordinario aconteciese. A Doña Petra se le veía cada vez más encorvada, como si llevase sobre la espalda un peso superior a sus fuerzas. La inquietud de todos iba en aumento y más cuando el 23 de diciembre, a eso de las nueve de la mañana, vieron por fin llegar a Doña Luisa. Colgaba de su rostro una evidente frustración. No había dado con el hijo de Doña Petra y todo parecía indicar que había salido del país hacía ya tiempo.
Esa tarde, en el bar de Doña Tere, la tertulia se disolvió antes de lo normal. Salieron todos hacia sus casas con la mirada baja y el corazón chorreando amargura y malos presentimientos. Sabían bien lo que significaba la Navidad para Doña Petra y lo que supondría para ella pasarla en las condiciones de abatimiento y soledad en las que se encontraba. ¿Resistiría? Aquella noche, sinceras plegarias atravesaron muchos tejados del pueblo y se elevaron al cielo por ella...
Despuntó el día 24. Esa mañana la chimenea de Doña Petra ya no despedía su puntual y acostumbrada columna de humo. Y tampoco acudió a la misa de seis. Don Manuel supuso que sería porque pensaba asistir a la misa de gallo que se tendría por la noche. De todos modos el bueno del párroco ese día, después de celebrar, se quedó un buen rato más de rodillas ante el sagrario pidiendo a Dios por la atribulada Doña Petra y por el hijo perdido.
A media mañana, el inconfundible claxon del cartero resonó por las calles del pueblo. No era el día del correo y además era el 24 de diciembre, cuando nadie trabaja. Tras unos momentos de asombro general, nadie dio mayor importancia al hecho y siguieron a lo suyo. Sólo un chiquillo corrió al cartero para ver si había algo que repartir. Había sólo una carta, los sellos eran del extranjero y tenía un gran letrero en rojo que decía URGENTE. El muchacho tomó el sobre, vio para quién era y salió trotando calle arriba hacia última casa del pueblo.
Aquella noche Doña Petra tuvo un sueño estupendo. Soñó que ella, su marido y su hijo, se encontraban el día de Navidad nada menos que en la cueva de Belén, extasiados de gozo por estar los tres juntos con Jesús y su Madre María. No hubiera querido despertar nunca y así se lo pidió al Niño Jesús con el corazón en las manos. Por eso, al despertarse, sintió como si una losa de desilusión y desengaño se le viniese encima. Su alma abatida ya no pudo levantar al cuerpo y se quedó postrada en la cama. Se había rendido...
En eso se oyó tocar la puerta y la voz del chiquillo que traía la carta, llenó su cuarto. -¡Doña Petra...! ¡Qué le ha llegado una carta...! ¡Y pone URGENTE!
Un relámpago de esperanza iluminó por un instante la mirada perdida de Doña Petra. Pero no llegó a entrale en el corazón. El muchacho insistía en llamar y gritar. Hasta que después de un rato, al ver que allí no parecía haber nadie dispuesto a abrir, introdujo el sobre por debajo de la puerta y lo empujó hacia dentro. Doña Petra siguió inmóvil un buen rato, repitiendo una y otra vez la misma petición al Señor: “Llévame de una vez contigo y con mi esposo, por favor”.
De pronto una intensa premonición le sacudió el alma. Se incorporó, se calzó las zapatillas de andar por casa y bajó con fatiga hasta la entrada. Se agachó lentamente llevándose la mano izquierda a los riñones y tomó el sobre. Fue luego hacia la sala arrastrando los pies, se sentó al borde de una silla y se puso las gafas para leer. Una luz fría y pálida entraba por la ventana y caía directamente donde ella había tomado asiento. Vio que el sobre no tenía ningún remite. Lo abrió torpemente, extrajo una tarjeta de Navidad y comenzó a leerla. El pulso le temblaba más de lo habitual. Cuando parecía haber terminado, levantó la mirada húmeda, se llevó la postal al pecho y cerró los ojos que ya no pudieron contener las lágrimas. Permaneció así un tiempo. La expresión de su semblante se volvió serena, su rostro “milagrosamente” recobró el color y hasta le desaparecieron algunas arrugas.
De repente la luz que se filtraba por las cortinas de la ventana se hizo más intensa y caliente. El sol había penetrado las densas nubes y parecía haberse enfocado todo él para llenar de claridad la casa de Doña Petra. De hecho no salía el sol en el pueblo ni se veía el cielo desde hacía semana y media. Aunque en la casa de Doña Petra desde hacía bastante más...
Ella se levantó, y se dirigió hacia la habitación de su hijo. De paso fue subiendo todas las persianas y la casa iba llenándose de luminosidad y de vida al igual que su alma y su cuerpo. Una vez dentro del cuarto, tomó una carta que había dejado la noche anterior sobre el escritorio y la rompió para más tarde echarla al fuego. Luego volvió a tender la cama y a dejar el cuarto listo como lo había mantenido hasta ayer por la noche durante más de quince años.
Dedicó varias horas, con asombrosa vitalidad, a vestir toda la casa de Navidad. Puso un precioso nacimiento y vendó de luces de colores un pequeño arbolito que ambientaba el hall de ingreso. Se le fue el día en ello sin darse cuenta. Ya había caído la noche y ni si quiera se había acordado de comer ni de cenar. Pero no le importó.
Sacó del ropero su mejor vestido de fiesta y se engalanó como nunca. Bajo un elegante abrigo salió de casa en dirección a la iglesia. Eran las diez y media. Entró y se puso de rodillas en la primera banca muy cerquita del nacimiento parroquial mientras comenzaba la misa prevista para las once.
De vez en cuando sacaba del bolso la tarjeta de Navidad recibida esa mañana, miraba con devoción al niño Jesús y se secaba las lágrimas después de releer lo que en ella estaba escrito:
Mamá,
Iré a verte pronto.
Tu hijo que sí te quiere y te pide perdón.
¡Feliz Navidad!