Por: Marcelino de Andrés
-Buenas noches, pequeña. ¿Serías tan amable de decirnos por dónde queda la posada? -preguntó José a una niña que en ese momento pasaba frente a ellos con una cesta colgada del brazo.
-¡¿La posada!? Sí, claro que sí. Está muy cerca. Vengan conmigo. Yo les acompaño hasta allí -respondió resuelta la jovencita. Y haciendo ademán de que la siguiesen, dio media vuelta y les fue guiando calle arriba.
No era muy tarde, pero ya la noche había descendido sobre Belén y el cielo lucía un rostro límpido, salpicado de pecas luminosas. José caminaba junto a la niña tirando las riendas de un noble pollino sobre el que venía María en un estado preocupante por su avanzado embarazo.
-De dónde vienen -preguntó la chiquilla a José.
-De Nazaret, un pueblecito de la Galilea. Nuestros antepasados eran de aquí de Belén, por eso hemos tenido que venir con motivo del censo de Augusto. Pero como te habrás dado cuenta, el momento no ha sido el más oportuno para nosotros, puesto que mi esposa está a punto de dar a luz...
-Sí. Ya lo veo. Pobrecita. Debe haber sufrido mucho durante el viaje -contestó ella mirando por el rabillo del ojo a María que a pesar de su situación (cada vez más crítica) mostraba un rostro sereno y una dulce sonrisa.
-También yo creo lo mismo. Pero ella dice que no, que el andar pensando en el niño, hace que todo lo demás se le olvide... -aseguró José.
-Por cierto -añadió la niña con tono y gesto confidencial obligando a José a agacharse un poco para escucharla -tienes una esposa hermosísima. Debes sentirte muy orgulloso y afortunado.
-Sí, así es -contestó humilde José un poco ruborizado.
En esto ya habían llegado al ingreso de la posada. La niña entró de prisa, sin llamar, y diciendo a voz en grito: -¡Rut, Rut... Que han llegado más huéspedes...! -No tardó en escucharse desde el interior una agradable voz femenina: -Ya voy Ana, ya voy... -E instantes después apareció a la entrada una mujer, relativamente joven y de buena presencia, secándose las manos con una toalla blanca.
Mientras José hablaba con Rut, mujer del posadero, la pequeña Ana se despidió amablemente: -Disculpen, tengo que irme porque mi madre me espera en casa. Pero quizá vuelva enseguida por si hace falta que ayude en algo. ¡Adiós!
-Madre, aquí está la cesta con todo lo que me encargaste. He tardado un poco más de lo previsto dado que me ofrecí para acompañar hasta la posada a un joven matrimonio recién llegado a Belén. Vienen de Nazaret. El hombre era alto, bien parecido y fuerte... y muy amable. La mujer, se veía muy joven, y era tan bonita como jamás he visto o imaginado a otra mujer. Cuando me retiraba, alcancé a escuchar que él se presentaba con el nombre de José y a ella se refirió con el de María. La pobre debía sentir una gran preocupación, aunque lo disimulaba bien, pues estaba a punto de dar a luz y aún no habían encontrado lugar para pasar la noche... -Los ojos de Ana brillaban al contar todos estos pormenores a su madre. Se detuvo pensativa un instante y añadió: -Madre, quizá podríamos acercarnos un momento no sea que a la pobre le llegue esta noche la hora de alumbrar y no vaya a tener a nadie que la ayude.
-Bueno, -respondió su madre -me parece muy bien lo que propone tu buen corazón. Pero antes échame una mano para dejar todo en orden aquí y luego vamos juntas a asistir a esos recién llegados de quien me hablas con tanta emoción.
Cuando hubieron terminado, emprendieron el camino hacia la posada, llevando consigo algunas cosas que pensaron podían ser de utilidad para aquel matrimonio, y especialmente para la próxima joven madre y su bebé.
Ana sentía en su corazón hacia María y José algo especial que no había sentido nunca antes hacia ninguno de los muchos peregrinos a los que había ayudado (y eran muchos). Algo que ni ella misma podía explicarse por qué lo sentía tan fuerte.
Una vez en la posada, Rut les informó que dadas las condiciones de aquella joven en cinta, no vio conveniente hacerles un lugar en la posada que ya de por sí estaba casi a reventar; sino que les ofreció pasar la noche al reparo en una especie de establo de su propiedad, situado no lejos de allí, en el descampado. Ana conocía muy bien el lugar, pues en más de una ocasión, durante las grandes fiestas, ya había tenido que dormir allí con algunos de sus primos. Y según ella no estaba tan mal.
Madre e hija dirigieron, pues, ágiles sus pasos hacia aquel establo. Al llegar, encontraron a José que en ese momento salía con cara de angustia. Al verlas exclamó con incontenible júbilo: -¡Alabado sea el cielo que les ha enviado precisamente en este momento para ayudar a mi esposa! Pasen, por favor, pasen, que creo que le ha llegado ya su hora...
Entraron al establo Ana y su madre. José se quedó fuera esperando. Caminaba nerviosamente de un lado a otro por las cercanías. No podía pensar en nada, simplemente ahí estaba: dando un paso tras otro envuelto en ansia y preocupación. No parecía darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor. No se percató cuando un perro que andaba husmeando por allí, se le acercó y le olfateó los talones. No escuchó tampoco el eco claro de un numeroso coro de voces, con tono angelical, que la brisa traía claro hasta sus oídos No percibió siquiera la intensa luz que una estrella sobresaliente derramaba sobre aquel destartalado refugio y sus dintornos... Hasta que, de pronto, el agudo llanto de un niño le hizo volver en sí. -¡Ya ha nacido! -se dijo. Y de repente, mientras se dirigía al establo, la tensión de sus facciones se disolvió concentrándose en una sonrisa de querubín.
-Has tenido un niño precioso, María -le decía Ana al secarle el sudor de la frente. Tan precioso como tú. Apenas lo veas te van a dar ganas de comértelo a besos. -En ese momento la madre de Ana se acercó con el bebé y se lo entregó a María. Fue entonces también cuando José apareció por la puerta.
-Sí, es precioso, gracias a Dios -dijo María arrimando la cabecita del recién nacido a su mejilla, húmeda por las lágrimas de alegría.
Un buen rato estuvieron Ana, su madre Esther y José simplemente contemplando aquella escena conmovedora de María acariciando a su pequeñín. Luego Esther, dirigiéndose a José que estaba empezando a meter en orden algunos tablones viejos, dijo:
-Nosotras hemos de irnos ya -una pena sincera arrastraba su voz. -Les dejamos esas cosillas que quizá pueden serles útiles. Y de todos modos mañana temprano mi hija volverá por si necesitan algo más. -Ana, sonriente, asintió con la cabeza.
-Han sido muy amables con nosotros, de verdad. Dios se lo pague con creces -contestó José mientras les acompañaba hasta la puerta.
El canto de un gallo poco inspirado anunció las primeras luces del día. Ana despertó de inmediato. Revoloteaba inquieto en su mente un pensamiento que le acompañó constante en sus sueños: tenía que volver al establo. Aquel niño y su madre se habían apoderado misteriosamente de su gran corazón. Se vistió, tomó consigo algo de comida y salió de casa cuando todos en ella seguían descansando.
Al llegar, se asomó al interior del establo y vio que María, José y el niño dormían aún plácidamente. No quiso entrar, para no despertarles y se quedó sentada sobre una gran piedra rectangular que había junto a la puerta. De pronto vio que se acercaba por el sendero una mujer con un cántaro de agua sobre el hombro. Cuando estuvo más cerca, la reconoció, era Tamar la pastora. Se puso en pié y le salió al encuentro.
-Buenos días, Tamar.
-Buenos días, Ana. Pero, ¿qué haces tú por aquí a estas horas?
-Pues, verás, muy sencillo. Ayer por la noche vine aquí con mi madre para ayudar a dar a luz a una joven llamada María que acababa de llegar al pueblo con su esposo José; y les prometí que vendría hoy temprano por si se les ofrecía algo más. Y por eso he vuelto y aquí estoy. Lo que pasa es que como están los tres dormiditos, me he quedado afuera para no despertarlos.
-¿Con que tú estuviste ayer cuando nació el pequeño? Vaya, eso sí que es haber tenido suerte. Has sido la primera en ver y tener en brazos nada menos que al Mesías -respondió Tamar mientras descansaba el cántaro lleno de agua en el suelo.
-¿¡El Mesías!? -exclamó Ana casi fuera de sí por la sorpresa. -¿Dices que el niño que nació ayer aquí es el Mesías, el Salvador de Israel del que nos hablan tantas veces en la sinagoga...?
-Sí. Claro que sí, eso he dicho y te lo repito si quieres, porque es la pura verdad. ¿Cómo es que no lo sabías?
-Y, ¿cómo lo voy a saber? Nadie nos dijo nada. Ni si quiera sus padres nos lo dijeron.
-Pues, mira. A nosotros, mientras velábamos junto a los rebaños, se nos apareció un ángel del cielo y en un instante todo se llenó de una luz que apenas nos dejaba ver; y nos dijo que acababa de nacer el Ungido de Dios. Fue entonces cuando salimos a toda prisa y vinimos hasta aquí y encontramos a María, a José y al niño tal y como nos lo había anunciado el ángel. Yo me quedé con ellos toda la noche cuidando del niño para que sus padres pudiesen descansar un rato, ya que no hubo tranquilidad ahí dentro hasta bien entrada la noche. No te imaginas lo agradables que fueron las horas que pasé con el niño en mis brazos hasta que se quedó dormido. -Ana escuchaba con la boca abierta, cerrándola sólo para tragar un poco de saliva y volverla a abrirla de nuevo. -Le hablé de muchas cosas y me ponía mucha atención. Cuando eran cosas alegres sonreía y cuando eran tristes, como que se ponía serio. Cuando le conté sollozando la inesperada muerte de mi pequeño Jonatán, poco faltó para que comenzase a llorar él también.
En eso se abrió la puerta del establo y apareció José. Traía el pelo alborotado y una carita de sueño que no podía disimular. Entonces, Tamar, acercándose a él con el cántaro, le dijo: -Aquí tienes José, para que te laves esa cara. -Y derramandole un chorrito de agua en las manos añadió: -Verás cómo con esto despiertas del todo enseguida, pues está muy fresca...
Ana aprovechó para asomarse de nuevo al establo. María ya estaba también despierta con el niño en brazos. Al ver a la niña, le hizo un gesto para que entrara. Ana se acercó y haciendo una profunda reverencia con el cuerpo, saludó así a María:
-Buenos días, ... -dudó un momento y siguió indecisa -mi Señora... Es que me acabo de enterar quién sois y quién es vuestro hijo... y...
-No te apures Ana -le salio al paso María. -Puedes seguir llamándome por mi nombre y tratándome con la misma naturalidad y confianza que ayer. ¿De acuerdo pequeña?
-De acuerdo, María. ¡Qué bien! Así es mucho más fácil para mí. Además tengo que hablarte de una cosa muy importante; de mujer a mujer...
-A ver, dime esa cosa tan importante -la animó María conteniendo un poco su sonrisa. -Soy todo oídos para ti, y te prometo que nadie, más que los que estamos aquí, se enterará de lo que me cuentes.
Ana, que hasta entonces había permanecido de pié, se acercó a María, se sentó a su lado y miraba ahora a ella, ahora a Jesús, mientras hablaba.
-Mmmm... Pues..., verás María, se trata de esto... Siempre que veo que una mujer tiene un niño, me vienen unas ganas muy grandes de ser madre. Y claro, me ha pasado lo mismo contigo al nacer Jesús. Pero a la vez... -una sombra de inquietud opacó tenuemente la mirada de Ana y María lo percibió de inmediato.
-Pero a la vez ¿qué? -intervino dulcemente María -¿No crees acaso que es precioso llegar a ser madre?
-No, no es eso -replicó Ana. -Yo sé muy bien que ser madre es algo maravilloso. Pero, es que, mira, mi abuelita, que está en Jerusalén y también se llama Ana y es muy mayor, vivió casada unos pocos años cuando era joven. Luego murió su esposo y ya no quiso casarse más. Y ella desde entonces se ha dedicado a servir a Dios. Y no se aparta del Templo noche y día, haciendo ayunos y oraciones. Y ella me ha dicho que así ha sido y es super feliz. Y tan feliz la veía yo que un día le confesé que yo quería ser como ella y no casarme para poder servir a Dios mejor y ser igual de feliz. Ella me dijo que le parecía muy bien, pero que eso iba a depender de mis padres. Ellos aún no saben nada de esto. Y, la verdad, no sé qué hacer, pues creo que ya están pensando que me case con un joven llamado Bartolomé.
-Ana, -intervino María -casarse y ser madre es algo maravilloso, no cabe ni la menor duda. Y ser virgen para servir al Señor es también estupendo. Por lo que intuyo, Dios parece haber sembrado en ti el deseo de dedicarte a servirle como tu abuela; y sin embargo, te sigue brotando espontánea la gran ilusión de ser madre; además de ser esto último lo que parecen querer tus padres. Y tú te sientes un poco o un mucho dividida. ¿No es eso lo que te pasa? -Ana asintió con la cabeza y María continuó.
-Te voy a confiar un secreto. Dios también hizo brotar en mí, desde muy niña, el propósito de la virginidad y yo le había prometido cumplirlo si era eso lo que Él quería. Pero resultó que Dios un día envió un mensajero celeste para decirme que yo iba a ser la madre del Mesías. Y como Él es genial y todo lo puede, ha hecho posible las dos cosas: que sea madre sin dejar de ser virgen. -El rostro de Ana se convirtió todo él en un signo de admiración. -Misteriosamente concebí a Jesús no por obra de un hombre, sino de Dios mismo. Por eso soy madre y virgen a la vez. Entiendo que esto es un privilegio gratuito e incomprensible y por eso no me canso de agradecérselo a Dios.
Ana había escuchado con suma atención cada palabra de María y desde hacía un rato la miraba sin pestañear con esos ojos tan limpios que tenía. El niño Jesús jugaba con el pelo de su madre aparentemente desentendido de lo que ocurría a su alrededor. Afuera se escuchaban vagamente las voces de Tamar y José (bastante más la de ella que la de él) que conversaban entretenidos.
-Yo creo, Ana- prosiguió diciendo María, -que haces bien en mantener dentro de ti el propósito de virginidad con la intención de servir mejor a Dios y no ser más que para Él. Si es lo que Dios quiere, ya Él mismo se encargará de hacérselo comprender y aceptar a tus padres y cuando llegue el caso, también a tu prometido. De eso puedes estar segura. Y también de que a mi Jesús le producen una especial alegría las almas que hacen esa renuncia por amor.
Ana, desde ese día, fue madurando y afianzando en su corazón su promesa de virginidad. Pasaron los años y, por voluntad de sus padres, se desposó con Bartolomé, un joven honrado y temeroso de Dios. Ella, desde el primer momento, le confesó su propósito y él (no sin cierto impulso y asistencia de lo alto) lo tomó como algo de Dios aceptándolo de buen grado. Y de ese modo, vivían como hermanos en gran paz, armonía y felicidad.
El tiempo había pasado veloz y aquel pequeño Jesús que Ana conoció recién nacido, ya era todo un hombre y empezaba a convertirse en un gran profeta, poderoso en palabras y obras. Su fama se difundía por todas partes como reguero de pólvora.
Tan es así que el mismo Bartolomé, motivado además por lo que Ana le había contado sobre Jesús, apenas tuvo oportunidad, fue a buscarlo para ver con sus propios ojos lo que se decía de él.
Jamás olvidará aquella primera vez y aquella primera mirada. Fue en Betania. Solamente vio pasar a Jesús dirigiéndose a casa de un amigo llamado Lázaro. Pero Bartolomé se dio cuenta de que se fijó en él. Y esa mirada irresistible le llegó al alma.
Bartolomé volvió a casa algo excitado y llamando efusivamente a Ana le dijo sin más rodeos:
-Ana, tengo que decirte algo. Creo que he de seguir a ese Jesús, de quién tanto me has hablado y al que ahora he visto con mis propios ojos y me a cautivado con su sola mirada. ¿Verdad que lo entiendes?
-Sí, Bartolomé, -respondió Ana con vivísima ilusión -por supuesto que lo entiendo. Vete con Jesús, el Mesías. Es lo mejor que puedes hacer. Estoy segura de que Dios te tendrá preparadas grandes cosas junto a él. Además -añadió -creo ahora se ve más claramente cómo nuestra relación ha sido una estupenda preparación para esto. Porque también yo voy a seguir a Jesús y dedicar mi vida a él.
Y así fue. Bartolomé desde ese momento andaba con Jesús y hasta fue escogido por él para formar parte de los Doce apóstoles. Ana se unió al grupo de mujeres que también lo seguían y le ayudaban con sus bienes y servicios. Y ambos fueron plenamente felices.
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