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Por: Marcelino de Andrés
Aurelio acababa de cumplir 19 años. Su aspecto era imponente. Su carácter sencillo y accesible. Su mente vivaz y profunda. Su cuerpo, un roble rebosante de salud y vitalidad. Su corazón latía indómito, valiente y generoso. En sus ojos brillaba esa chispa de inquietud que distingue a todos los que buscan sinceramente la verdad. El muchacho prometía, sin duda.
Fue destinado momentáneamente a la región de Judea. Llevaba varios días en Belén con una pequeña guarnición que velaba por el sereno desenvolvimiento del censo universal decretado por Augusto. Ninguno de ellos estaba demasiado contento en ese pueblo que olía a ovejas y a ganado...
Aquel día había sido más intenso de lo normal. Tuvieron que intervenir en varios pleitos desatados en el mercado y en dos o tres amagos de manifestación de protesta contra el Imperio. Nada serio a fin de cuentas, pero todo ello había cargado un poco los ánimos entre la soldadesca.
Ya entrada la noche, Aurelio sintió ganas de un poco de paz y tranquilidad. Se ciñó el cinto con la espada y echándose la capa sobre sus anchos hombros, salió a dar una vuelta al descampado. Era una noche clara. Un sinnúmero de estrellas se asomaban curiosas a la tierra desde el firmamento. La luna, imponente, parecía querer reflejar todos los rayos del sol sin dejarse escapar ni uno solo.
Aurelio caminaba pausadamente y respiraba profundo como queriendo saborear cada bocanada de ese aire puro de campo. Su inquieta mente revoloteaba en torno a los acontecimientos del día. Un pequeño suceso de aquella jornada le recurría a la memoria una y otra vez sin dejarle en paz. Y es que cierto judío de los que andaban protestando aquella tarde, le había gritado que cuando llegase el Mesías, el liberador de Israel, se iban a enterar los romanos...
Al buen soldado le traía bastante intrigado aquello. No podía sino imaginarse, lógicamente, al Mesías como un gran caudillo liberador que se levantaría en armas para librar al pueblo judío de lo que ellos llamaban el “yugo romano”. Y él, por su puesto, estaba dispuesto a plantarle cara y espada a cualquiera que se alzase contra Roma y su Imperio. Por algo se había hecho soldado...
En esos pensamientos andaba cuando de pronto escuchó ruidos en dirección a un riachuelo que discurría por allí cerca.
-¿Quién vive? -gritó mientras se acercaba para observar.
En ese momento, una mujer, que estaba agachada sobre la orilla del arrolluelo, se incorporó y se dio la vuelta hacia el lugar de donde provenía la varonil y sonora voz.
-¡Ohhh! ¡Un soldado...! -Exclamó visiblemente asustada; tanto que se le cayeron al suelo unos paños mojados que tenía en las manos y se quedó tiesa como un mármol.
-No temas, mujer. Tranquilízate. No tengo porqué hacerte daño -trató de serenarla Aurelio; y con tono amable y sincero prosiguió.
-Por lo visto, lo último que esperabas encontrarte aquí y ahora era un soldado romano, ¿verdad? Y con razón... pero ya ves cómo son las cosas... La verdad es que tampoco yo esperaba encontrarme aquí a alguien como tú... Por cierto, -dijo fijándose en una pequeña cesta de mimbre a los pies de la señora, -¿qué estabas haciendo? Creo que te he interrumpido... ¿Necesitas que te eche una mano?
La mujer, un poco más tranquila y relajada, pero sin salir aún de su asombro, respondió señalándole los paños que se le habían caído: -sólo estaba lavando esos pañales; prácticamente había terminado, pero ahora... -el soldado ya se había inclinado para recogerlos mientras ella concluía la frase -...tendré que enjuagarlos de nuevo.
-Eso está hecho -afirmó resuelto Aurelio. -Después de todo, -añadió al tiempo que se arrodillaba junto a la corriente y comenzaba a enjuagar diligente los pañales -la culpa de que se volvieran a ensuciar ha sido toda mía por el susto que te provocó mi repentina aparición...
El soldado terminó de exprimir los pañales, los dobló, los metió en la cesta y se la ofreció gentilmente a la mujer. -Aquí tienes, señora. -Luego, mientras la mujer recibía la cesta con un sencillo y seco gracias, añadió como si acabase de recordar algo. -Ah, creo que aún no me he presentado. Mi nombre es Aurelio y pertenezco al ejército romano. -Como la mujer ya se había dado la vuelta y se encaminaba por el sendero, agregó levantando un poco la voz. -No es conveniente que andes sola por aquí tan tarde, ¿te importa si te acompaño?
-No, no me importa. Ven si quieres -respondió ella.
Aurelio se acomodó bien la capa y con la mano izquierda sobre el muñón de su espada se puso a caminar junto a la mujer que, habiendo ya intuido el buen corazón del joven soldado y mucho más sosegada, decidió a su vez presentarse.
-Yo me llamó Tamar, mujer de Sadoq, y somos pastores. Y ahora voy a un establo, aquí cerca, a llevarle estos pañales a una mujer llamada María. Para que mañana cuando estén ya bien sequitos al calor de la hoguera, se los ponga a su pequeñín, que es nada menos que el Mesías. La pobre mujer tubo que darlo a luz precisamente allí pues no encontraron sitio en la posada...
-¿Has dicho el Mesías... -casi la interrumpió Aurelio dejando entrever en su rostro un vivísimo interés -...el liberador de Israel?
-Sí, eso he dicho, ¿por qué? Y también lo dijo el ángel que nos anunció su nacimiento la otra noche. Y a mí, después de ver a ese niño y a su madre, no me cabe la menor duda -sentenció con arrojo la pastora.
-Vaya. Es curioso, porque precisamente andaba yo dándole vueltas al asunto ese del Mesías antes de encontrarme contigo -confesó Aurelio. Y acariciándose el mentón casi aún imberbe, añadió en tono pensativo: -Pero ¿acaso el gran caudillo que librará a Israel de toda opresión puede tener un origen tan pobre y humilde?
-Pues, yo no sé de caudillos y cosas de esas, ni me interesa -respondió ella. -Pero lo que sí sé es que basta asomarse a ese establo para experimentar una paz increíble y basta mirar una vez a los ojos a ese niño para convencerse de que no tiene ni tendrá nunca nada que ver con odios y guerras liberadoras. Además -continuó con ese tono que adoptan las mujeres cuando pretenden tener razón a toda cosa -de esto tú mismo te vas a dar cuenta cuando lleguemos y veas lo que te acabo de decir. Ah, y cuando estés delante del niño, cuéntale lo que piensas de él y ya me dirás que cara te pone el angelito. Porque, no te lo había dicho, pero que se le puede hablar sólo con mirarle y que te escucha está más que comprobado.
Desde ese momento ambos prosiguieron en silencio. De repente, un perro vagabundo que llevaba asido en las fauces no se veía bien qué, cruzó veloz la vereda delante de ellos. Tamar se sobresaltó aparatosamente, pero Aurelio ni siquiera se percató del hecho. Absorto trataba inútilmente de conjugar su grandiosa imagen político-militar del Mesías con un origen del mismo tan insignificante como el que estaba a punto de presenciar.
Habían llegado al establo. Aurelio esperó a la entrada, mientras Tamar pasaba como quien es ya de casa.
-Ya estoy aquí de vuelta -dijo mientras depositaba la cesta sobre una tabla que, apoyada sobre unos cuantos adobes, hacía las veces de mesa. Y de inmediato añadió: -Y os traigo una visita. Un soldado romano. -José pareció asustarse un poco al escuchar eso último. -Pero no os preocupéis -aclaró la pastora en tono tranquilizador -podéis estar ciertos que es de buen corazón y nobles intenciones. Y habiendo asegurado esto, se volvió al soldado y le hizo pasar.
Aurelio entró agachándose un poco para no pegarse en la cabeza con el dintel de la puerta. Apenas dentro, tubo la extraña sensación de que en ese lugar le sobraba la capa, la espada y el uniforme entero... Saludó muy cortésmente a José y luego a María, logrando disimular bastante bien el tremendo impacto que le causó la increíble belleza de ésta.
-Señora, -dijo Aurelio dirigiéndose a María -encontré casualmente a Tamar a la orilla del arrollo y mientras la acompañaba hasta aquí por el sendero me ha hablado mucho de tu hijo. Y la verdad, estando tan cerca, no podía irme sin ver, aunque sea un instante, al que vuestro pueblo espera como el Mesías liberador.
María le miró con bondad y señalando al pequeñín respondió: -Pues ahí lo tienes, se llama Jesús, puedes verlo y estar con él el tiempo que quieras.
El noble soldado se acercó a la cuna, hincó una rodilla en el suelo y se quedó mirando un momento a Jesús sin hacer nada. Después comenzó a hacerle infinidad de muecas y caras raras. La sonoras risas del pequeño llenaron el establo y se filtraron al exterior rompiendo en mil pedazos el silencio de la noche. En el cielo se asomaron entonces un montón de estrellas más. También María, José y Tamar acabaron contagiados por la risa de Jesús...
De pronto a Aurelio, sin saber porqué, le dieron ganas de decirle algo al niño. Se acordó que Tamar le había dicho que se podía hablar con él sólo con mirarle. Y así lo hizo.
-Hola, Jesús. Mi nombre es Aurelio y soy un soldado romano. Lo primero que quería decirte es que al entrar aquí, me pareció que me sobraban todos mis atuendos militares. Pero ahora, al mirarte a los ojos, me doy cuenta de que lo que realmente me viene sobrando es esa idea político-social que erróneamente me había hecho de ti. Sé que tus ojos no pueden mentirme y los destellos de paz y de amor que traslucen son inconfundibles e indelebles...
Tamar extendía con cuidado junto a la hoguera los pañales recién lavados, mientras José, con notable destreza, sacaba punta a una vieja estaca. María, por su parte, vigilaba un pequeño puchero con agua colocado sobre el fuego y de vez en cuando, con el rabillo del ojo, observaba a Jesús y al soldado que continuaban en silencioso diálogo.
-...Yo que estaba dispuesto a enfrentarme a ti y a cualquiera para defender con las armas el Imperio Romano... -los ojos de Aurelio se humedecieron visiblemente- ...ahora que me encuentro ante ti y te miro, me avergüenzo por ello y hasta siento que voy a llorar. No sé qué es lo que tiene este lugar. No entiendo lo que me ha ocurrido aquí. Me has desarmado el corazón. Aún no alcanzo a comprender lo que realmente eres y la misión que tienes. Pero quizá algún día me ayudarás tú mismo a comprenderlo.
Dicho esto, el soldado volvió a hacerle una de sus graciosas muecas mientras se ponía de pié. El niño respondió con una enorme sonrisa y agitando alegremente manos y pies.
Aurelio se despidió amablemente de María, José y Tamar, y antes de salir del establo les preguntó: -¿No pensaréis quedaros aquí más días, verdad? Yo creo que a partir de mañana la afluencia de peregrinos habrá descendido y podríais encontrar un lugar más digno.
María respondió: -La verdad es que aquí no nos ha faltado nada, pero Rut, la mujer del posadero, ya nos ha ofrecido una pequeña casita, frente a la posada, que se desocupa mañana mismo.
-¡Qué bien! Por allí me tendréis de vez en cuando -afirmó Aurelio mientras salía afuera y tomaba el sendero en dirección al cuartel.
Pronto la noche envolvió en oscuridad su silueta. Su corazón, lleno de luz, le flotaba en el pecho y casi lo ponía a todo él en vilo. Sus pupilas despedían un brillo de especial claridad. Le invadía una sensación de paz y mansedumbre que le quemaba por dentro y amenazaba derretir sus más grandes ideales militares. Algo había cambiado en él.
Esa noche Aurelio durmió más sereno que nunca soñando en aquel pequeñín del establo, del que ya había llegado a encariñarse...
A los pocos días, llegó al cuartel una noticia desconcertante. Por orden del Rey Herodes tenía que darse muerte a todos los niños menores de dos años en Belén y en toda la comarca. Cuando Aurelio se enteró por boca de un compañero, era ya media noche, y sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y de dejaba el corazón helado. Esperó a que todos estuvieran bien dormidos y tomando casco, espada y túnica salió sigiloso del cuartel.
Llegó a la casa frente a la posada y tocó quedamente la puerta. Casi de inmediato se escuchó desde el interior la voz temblorosa de José -¿Quién es?
-Soy Aurelio el soldado, no temas. Ábreme. Tengo que decirte algo muy importante.
José abrió poco a poco la puerta. Aurelio al pasar vio a María con el niño bien arropado en sus brazos y a José con un gran saco de equipaje sobre los hombros.
-Pero, ¿qué ocurre? ¿A dónde os vais a estas horas? -Preguntó confuso.
María, sin poder contener cierta alteración, le respondió: -José ha sido avisado en sueños que tenemos que huir porque buscan al niño para matarlo.
-Sí, así es. Precisamente venía a decíroslo, pues ya han llegado a nuestro cuartel los rumores de la orden sanguinaria de Herodes... Así que, venid conmigo, os ayudaré a huir. Conozco todos los lugares que no están vigilados a estas horas.
Siguieron silenciosos al joven soldado hasta las afueras de Belén. Una vez allí, Aurelio les dijo: -Aquí ya estáis fuera de peligro, pero procurar alejaros lo más posible durante la noche. -Luego se despidió: -Adiós y mucha suerte.
María le miró con bondad y le dijo: -Has sido muy bueno y generoso con nosotros, Aurelio. Dios te pague por ello. -Y se alejaron.
Muchos años después, poco más de 30, Aurelio se encontraba en Cafarnaúm ejerciendo como centurión. Se había ganado el aprecio y cariño del pueblo e incluso les había construido su sinagoga. Para aquel entonces la fama del profeta de Nazaret y de sus palabras y milagros ya se había extendido por doquier. Y resultó que cierto día, llegó Jesús a Cafarnaúm. La noticia corrió a los oídos del centurión, quien de inmediato le salió al encuentro.
-Señor, seguramente no te acuerdes de mí... -dijo mientras se quitaba el casco -pero no importa; fue hace ya mucho tiempo y tú no eras más que un bebé... Sin embargo, ahora necesito pedirte un favor. Mira, tengo un criado muy enfermo; él ha sido para mí como un hijo y...
Jesús poniendo su mano sobre el fuerte hombro del Oficial le interrumpió: -Aurelio, no te preocupes, yo iré a curarlo.
Al escuchar su nombre, el centurión miró a Jesús a los ojos y sintió una gran conmoción ante aquel hombre que él sabía que era el Mesías. Luego bajó humilde su mirada y objetó al maestro. -Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; sé que basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo tengo hombres bajo mi mando y hacen lo que les digo.
Al escuchar Jesús tales palabras salidas de tal corazón, quedó admirado y, volviéndose hacia los que le seguían, les dijo: -Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. -Después dijo al centurión: -Ve, Aurelio; que suceda como has creído. -Y acercándose a él le susurró al oído: -No podía olvidar lo que hiciste por mí aquella noche en Belén.
Aurelio volvió a casa con la luz y el fuego de la fe abrasándole el corazón como aquel lejano día en Belén al alejarse del establo.
Y aunque él no podía saberlo, a la vuelta de un par de años volvería a experimentar algo parecido, cuando tras presenciar acongojado la pasión y muerte de Jesús, saldrían de sus labios, como una llamarada, aquellas sublimes palabras bañadas en lágrimas: -Verdaderamente éste era el Hijo de Dios.
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