Primera lectura: Isaías 11,1-10
Salmo: 71,1-2.7-8.12-13.17
Segunda lectura: Romanos 15,4-9
Evangelio: Mateo 3,1-12
Misericordia y paciencia de Dios
Llamada a la conversión
Rechazar el pecado
COMENZAMOS la segunda semana de Adviento y el Señor sale de nuevo a nuestro encuentro invitándonos a preparar la venida de su Hijo. El ciclo litúrgico nos ayuda a no perder de vista el amor misericordioso de Dios que no se cansa de perdonarnos. Por eso nos invita a recordar, ya desde la primera lectura, la invitación a la conversión que hace el profeta Isaías: «Una voz grita: “En el desierto preparad el camino del Señor, en la estepa haced una calzada recta para nuestro Dios. Todo valle será rellenado, y todo monte y colina allanados; lo torcido será recto, y lo escarpado, llano”» (Is 40,3-4).
Los profetas del Antiguo Testamento, al mismo tiempo que exhortaban al pueblo para que se convirtiera de sus pecados, también anunciaban que en el futuro se establecería una alianza nueva y eterna por medio de un descendiente de David. La lectura de Isaías alude a un heraldo que anunciará la llegada del Señor: «Súbete a un monte elevado, heraldo de Sion; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: “Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder”» (Is 40,9-10).
San Marcos comienza su evangelio citando precisamente esa invitación del profeta para que fuera el telón de fondo para la presentación de san Juan Bautista: él es la figura anunciada por Isaías, él es quien preparará la llegada definitiva del Señor. El comienzo de la vida pública de Jesús está precedido por la oración y la penitencia de su primo, que predicaba la importancia de la «conversión para el perdón de los pecados» (Mc 1,4).
El tiempo de Adviento es un buen momento para acoger esta invitación al cambio interior; también podemos agradecer al Señor por haber mostrado su misericordia con nosotros, perdonando tantas veces nuestros pecados. Él «preside nuestra oración, y tú, hijo mío, estás hablando con Él como se habla con un hermano, con un amigo, con un padre: lleno de confianza. Dile: ¡Señor, que eres toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia, sé que Tú me escuchas! Por eso me enamoro de Ti, con la tosquedad de mis maneras, de mis pobres manos ajadas por el polvo del camino»[8-1].
DESPUÉS de la presentación del Bautista, san Marcos hace un breve perfil de su predicación, de sus obras y de los efectos de su misión: «Toda la región de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él (...). Juan llevaba un vestido de pelo de camello, con un ceñidor de cuero a la cintura y comía langostas y miel silvestre» (Mc 1,5-6).
La vida austera de san Juan es lo primero que llama la atención de su mensaje. Predica con obras, como digno representante de una familia sacerdotal, dedicado en plenitud a la misión que el Señor le había asignado. Su actitud, su modo de vida y sus vestiduras manifiestan que se trata del nuevo Elías, el que estaba previsto para anteceder al Ungido de Dios. Además, se retira al desierto y vive una existencia penitencial que Jesús mismo ensalzará más adelante: «¿Qué salisteis a ver? ¿A un hombre vestido con finos ropajes? Daos cuenta de que los que visten con finos ropajes se encuentran en los palacios reales. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os lo aseguro, y más que un profeta» (Mt 11,8-9).
El estilo de vida de Juan Bautista, la manera con la cual preparó la venida de Jesús, es lo que la Iglesia nos propone como meditación mientras nos encaminamos a la celebración de la Navidad. «La llamada de Juan va, por tanto, más allá y más en profundidad respecto a la sobriedad del estilo de vida: invita a un cambio interior, a partir del reconocimiento y de la confesión del propio pecado. Mientras nos preparamos a la Navidad, es importante que entremos en nosotros mismos y hagamos un examen sincero de nuestra vida»[8-2].
También nosotros estamos llamados a prepararnos interiormente para el Nacimiento de Cristo con obras de conversión y penitencia. Así predicaba san Josemaría al comienzo de un año litúrgico: «El Señor nos quiere entregados, fieles, delicados, amorosos. Nos quiere santos, muy suyos. (...) Has sido llamado a una vida de fe, de esperanza y de caridad. No puedes bajar el tiro y quedarte en un mediocre aislamiento. Pídelo conmigo a Nuestra Señora, imaginando cómo pasaría ella esos meses, en espera del Hijo que había de nacer. Y Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!»[8-3].
LA FIGURA penitente de san Juan Bautista preparaba a quienes acudían a él. A todos invitaba a desear y a pedir la gracia que traería el Mesías: «Después de mí viene el que es más poderoso que yo, ante quien yo no soy digno de inclinarme para desatarle la correa de las sandalias. Yo os he bautizado en agua, pero él os bautizará en el Espíritu Santo» (Mc 1,7-8). Aunque los ritos bautismales de san Juan no eran todavía el sacramento con el cual Jesús nos incorpora al misterio de su muerte y resurrección, sí servían para manifestar el deseo de cambio, la aversión al pecado y la conversión a Dios.
Una de las dimensiones del Adviento, además de la preparación para la Navidad, es la consideración del juicio, de la venida definitiva de Jesús al final de los tiempos. Ver nuestra vida a la luz de aquel momento que indudablemente llegará, muchas veces nos ayuda a cambiar la perspectiva con la cual consideramos los sucesos de nuestra existencia cotidiana. Nos anima a sacar todo el provecho a los talentos recibidos, nos impele a aprovechar mejor el tiempo y a dar más gloria a Dios. Además, la conversión incluye el dolor por haber ofendido a Dios y el propósito de rechazar el pecado como el único verdadero mal: «Querría, Señor, querer, de veras, de una vez para siempre, tener un aborrecimiento inconmensurable de todo lo que huela a sombra de pecado, ni venial. Querría una compunción como la tuvieron quienes más Te hayan sabido agradar»[8-4].
La práctica penitencial de san Juan Bautista no se limitaba al rito bautismal, sino que, como una forma de manifestar externamente la mudanza interior, los peregrinos también «confesaban sus pecados» (Mc 1,5). Aunque no se trataba aún del sacramento de la reconciliación, aquellas confidencias facilitaban la acción de Dios en cada alma y el recomienzo de una nueva vida. Después de la venida de Jesucristo, nosotros podemos no solo manifestar externamente nuestras debilidades –como aquellos que hablaban con Juan–, sino que contamos con el perdón del mismo Dios en el sacramento de la misericordia: «Celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre (…). Cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta[8-5].
Acudamos a la Virgen santísima, modelo de preparación para la llegada del Niño Dios. Ella nos ayudará a pedir, con la oración colecta de la Misa, que purifiquemos nuestras disposiciones en este tiempo del Adviento: «Dios todopoderoso, rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo; guíanos hasta él con sabiduría divina para que podamos participar plenamente del esplendor de su gloria»[8-6].
[8-1] San Josemaría, En diálogo con el Señor, Rialp, Madrid, 2017, p. 123.
[8-2] Benedicto XVI, Ángelus, 4-XII-2011.
[8-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 11.
[8-4] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 23, de IV-1930.
[8-5] Francisco, Audiencia, 19-II-2014.
[8-6] Oración colecta, domingo II de Adviento.