El ángel del Señor se apareció a la mujer y le dijo: «Eres estéril y no has engendrado. Pero concebirás y darás a luz un hijo. Ahora, guárdate de beber vino o licor, y no comas nada impuro, pues concebirás y darás a luz un hijo. La navaja no pasará por su cabeza, porque el niño será un nacido de Dios desde el seno materno. Él comenzará a salvar a Israel de la mano de los filisteos».
La mujer dijo al esposo: «Ha venido a verme un hombre de Dios. Su semblante era como el semblante de un ángel de Dios, muy terrible. No le pregunté de dónde era, ni me dio a conocer su nombre. Me dijo: “He aquí que concebirás y darás a luz un hijo. Ahora, pues, no bebas vino o licor, y no comas nada impuro; porque el niño será nacido de Dios desde el seno materno hasta el día de su muerte”».
La mujer dio a luz un hijo, al que puso el nombre de Sansón. El niño creció y el Señor lo bendijo.
El espíritu del Señor comenzó a agitarlo.
En los días de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote de nombre Zacarías, del turno de Abías, casado con una descendiente de Aarón, cuyo nombre era Isabel.
Los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin falta según los mandamientos y leyes del Señor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril, y los dos eran de edad avanzada.
Una vez que Zacarías oficiaba delante de Dios con el grupo de su turno, según la costumbre de los sacerdotes, le tocó en suerte a él entrar en el santuario del Señor a ofrecer el incienso; la muchedumbre del pueblo estaba fuera rezando durante la ofrenda del incienso.
Y se le apareció el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zacarías se sobresaltó y quedó sobrecogido de temor.
Pero el ángel le dijo: «No temas, Zacarías, porque tu ruego ha sido escuchado: tu mujer Isabel te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Te llenarás de alegría y gozo, y muchos se alegrarán de su nacimiento.
Pues será grande a los ojos del Señor: no beberá vino ni licor; estará lleno del Espíritu Santo ya en el vientre materno, y convertirá muchos hijos de Israel al Señor, su Dios. Irá delante del Señor, con el espíritu y poder de Elías, “para convertir los corazones de los padres hacía los hijos”, y a los desobedientes, a la sensatez de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto».
Zacarías replicó al ángel: « ¿Cómo estaré seguro de eso? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada».
Respondiendo el ángel le dijo: «Yo soy Gabriel, que sirvo en presencia de Dios; he sido enviado para hablarte y comunicarte esta buena noticia. Pero te quedarás mudo, sin poder hablar, hasta el día en que esto suceda, porque no has dado fe a mis palabras, que se cumplirán en su momento oportuno». El pueblo, que estaba aguardando a Zacarías, se sorprendía de que tardase tanto en el santuario. Al salir no podía hablarles, y ellos comprendieron que había tenido una visión en el santuario. Él les hablaba por señas, porque seguía mudo.
Al cumplirse los días de su servicio en el templo volvió a casa. Días después concibió Isabel, su mujer, y estuvo sin salir cinco meses, diciendo: «Esto es lo que ha hecho por mí el Señor cuando se ha fijado en mi para quitar mi oprobio ante la gente».
Palabra del Señor..
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PROPOSITO
REFLEXION
La misión de Juan
– Ocultarse y desaparecer
– El modo silencioso del obrar de Dios
«¿QUÉ VA A SER, entonces, este niño?» (Lc 1,66). Los amigos de Zacarías e Isabel en su pequeña aldea están sobrecogidos. Están sucediendo cosas maravillosas alrededor del nacimiento de Juan. La expectación crece a cada instante. Su padre acaba de recuperar el habla y todas sus palabras son de alabanza y bendición a Dios. Zacarías no puede esconder su alegría y su agradecimiento. Quienes le rodean, intuyen la obra divina en todos estos sucesos, así que no quieren perderse nada; graban todas las palabras en lo más profundo de su alma.
En aquel pueblo «oyeron la gran misericordia que el Señor le había mostrado» a Isabel (cfr. Lc 1,58). En esta Navidad que ya tenemos a las puertas, nosotros también queremos oír nuevamente las misericordias de Dios, lo bueno que es, cuánto nos quiere y cómo desea salvarnos y librarnos del pecado. Podemos pedir a los parientes de María que nos ayuden a afinar el oído, a disponernos lo mejor posible para acoger el don maravilloso de la redención. En el ambiente navideño de estos días, no queremos dejar de escuchar la suave voz de Jesús. «Guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso»[1].
En el evangelio de hoy vemos que acaba de nacer el precursor. Él no es el Mesías y lo sabe. Algunos se lo preguntarán expresamente. Y sabemos que siempre responde lo mismo: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). A veces no nos resulta fácil dejar obrar al Señor. No es sencillo aprender a quitarnos de en medio. Seguramente nos hemos implicado en la misión apostólica y quizá hemos rezado mucho por alguna persona en concreto. Sin embargo, el verdadero apóstol sabe estar en segundo plano, sabe que no es imprescindible, no quiere ser el protagonista principal; lleva el mensaje de Cristo a las almas y no el suyo propio. Le podemos pedir a san Juan Bautista que nos ayude a ser, como él mismo lo fue, buenos precursores de la llegada de Jesús a la vida de tantas personas que nos rodean.
DISFRUTAR de algo significa apreciar los frutos que produce. El apóstol siempre ve frutos, porque sabe que nada de lo que hace en unión con Jesucristo cae en saco roto. Siempre disfruta de la misión, aunque no se vea el resultado. El modo en que Dios ha realizado la redención es misterioso. Su nacimiento, que celebraremos en breve, ha sucedido sin que lo supiera casi nadie. Y Juan es un buen precursor porque hace lo mismo que Jesús: es discreto, sencillo, no se da importancia. Como dice san Agustín: «Vio dónde estaba la salvación, comprendió que él era sólo una antorcha y temió ser apagado por el viento de la soberbia»[2].
Ocultarse y desaparecer llena de paz el alma del apóstol porque quien vive así se sabe instrumento. Es consciente de que no carga con todo el peso. En los buenos momentos reconoce que Dios es quien lo ha hecho. En los malos, no se inquieta porque sabe que Dios lo arreglará. Y eso no le quita ilusión ni espontaneidad. Sí le quita, por el contrario, tensión, angustia y rigidez. Podemos decirle al Señor, cada vez que pensemos que algo se nos escapa de las manos, que confiamos en Él; que no queremos nada para nosotros, sino que estamos dispuestos a ser el canal por el que haga llegar su felicidad a otros.
Muchos santos se han visto inclinados a vivir esta humildad. Desean imitar a Jesús y buscar solo, como Él, la gloria de Dios. San Josemaría relaciona ambas actitudes. Podría parecer que desaparecer es retirarse, abandonar la misión, pero no es así. Lo vemos claro en la vida de Juan el Bautista y en todos los santos: siendo humildes, no se han desentendido de las almas que estaban cerca. Por eso san Josemaría podía decir: «He sentido en mi alma, desde que me determiné a escuchar la voz de Dios –al barruntar el amor de Jesús–, un afán de ocultarme y desaparecer; un vivir aquel illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3,30); conviene que crezca la gloria del Señor, y que a mí no se me vea»[3]. Otras veces lo decía de forma más resumida: «Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca»[4].
JUAN también fue por delante de Cristo cuando llegó el momento de dar la vida. Tuvo que suponer una gran alegría para él ver cómo sus discípulos encontraban al Mesías, y cómo se quedaron con él. Al ser apresado y ajusticiado, tal vez pensó que todo aquello merecía la pena para cumplir la voluntad de Dios, pero ignoraba que el mismo Mesías seguiría sus huellas en poco tiempo. El Bautista es el mayor de los nacidos de mujer (cfr. Mt 11,11) y, sin embargo, ha vivido tratando de pasar oculto. Si el nombre Juan significa favorecido por Dios, podemos decir que al que se oculta, Dios le hace feliz, le da paz, le hace disfrutar. La carga se hace suave y el peso ligero.
El plan de Dios se realiza de esta forma, en silencio y sin que muchos se den cuenta. Nos interesa que Cristo reine y Él ya ha decidido el modo en que va a hacerlo: desde la cruz, desde el dolor que implica cargar con los pecados de todos los hombres. Se ha cumplido la profecía sobre la humildad divina llevada al límite: «El inclinarse de Dios ha asumido un realismo inaudito y antes inimaginable. El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. Dios está en el establo. En efecto, ¿de qué otro modo podría aparecer más grande y más pura su predilección por el hombre, su preocupación por él? Porque nada puede ser más sublime, más grande, que el amor que se inclina de este modo, que desciende, que se hace dependiente»[5].
A la Virgen María, la humilde mujer de Nazaret que ha querido que Jesús sea siempre el protagonista, le pedimos que nos ayude a ser instrumentos eficaces y discretos en las manos del mejor artesano de la historia.
[1] Francisco, Homilía, 24-XII-2015.
[2] San Agustín, Sermón 293.
[3] San Josemaría, Carta 29-XII-1947/14-II-1966, n. 16.
[4] San Josemaría, Carta 28-I-1975.
[5] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2008.