Entonces purificaré los labios de los pueblos para que invoquen todos ellos el nombre del Señor y todos lo sirvan a una.
Desde las orillas de los ríos de Cus, mis adoradores, los deportados, traerán mi ofrenda. Aquel día, ya no te avergonzarás de las acciones con que me ofendiste, pues te arrancaré tu orgullosa arrogancia, y dejarás de engreírte en mi santa montaña.
Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor. El resto de Israel no hará más el mal, no mentirá ni habrá engaño en su boca.
Pastarán y se descansarán, y no habrá quien los inquiete».
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: « ¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña.” Él le contestó: “No quiero.” Pero después se arrepintió y fue.
Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?»
Contestaron: «El primero».
Jesús les dijo: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis».
Palabra del Señor.
PROPOSITO
REFLEXIONES
– Confianza y temor de Zacarías
– Las lecciones del silencio
– Fiarse de Dios
ZACARÍAS e Isabel «eran justos ante Dios y caminaban intachables en todos los mandamientos y preceptos del Señor» (Lc 1,6). El Antiguo Testamento está llegando a su plenitud. El Mesías está a punto de llegar y la Iglesia nos propone considerar la fe de este matrimonio. San Josemaría dialogaba frecuentemente con los personajes del Evangelio que trataron de cerca a Jesús: «Esta mañana, he comenzado a encomendar todo a Santa Isabel, y enseguida he pasado a hablar con su hijo Juan, y con Zacarías; y después con la Virgen, con San José y con Jesús: y es que en este trato con el Señor, pasa como con las amistades humanas, que se amplía el círculo de conocimiento, a través de los amigos»[1].
Deseamos prepararnos para la venida inminente del Salvador aprendiendo del evangelio a confiar en Dios. En verdad que solemos tener muchas razones que nos empujan a fiarnos más de nuestra experiencia o de nuestra visión de las cosas. Por eso nos suena tan familiar la pregunta, con cierto tono de duda, que realiza Zacarías: «¿Cómo podré yo estar seguro de esto?» (Lc 1,5). Fue en busca de certezas pero se encontró ante un elocuente silencio divino, hasta que se cumplió lo que tantas veces había rogado al Señor.
Quizá el padre del Bautista tenía miedo de no estar a la altura. También nosotros buscamos referencias, seguridades, agarraderos. Argumentó que ya no tenía edad, que su mujer no tenía condiciones. Siempre ocurre lo mismo: cuando nos miramos a nosotros mismos, pensamos que podemos hacer fracasar los planes de Dios. Nos parece que somos decisivos e imprescindibles y el miedo nos bloquea. «En un mundo en el que corremos el peligro de confiar solamente en la eficiencia y en el poder de los medios humanos, en este mundo estamos llamados a redescubrir y testimoniar el poder de Dios que se comunica en la oración»[2]. El Evangelio de hoy nos invita precisamente a eso: a confiar en Dios. A pesar de haber dudado, Zacarías se llenaría de gozo al escuchar el anuncio de Gabriel: «No temas, Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada» (Lc 1,13).
CUÁNTAS cosas debió de aprender Zacarías en aquellos meses de silencio. Todos intuían que había tenido una visión. No podía hablar pero su rostro reflejaba algo más que eso: de alguna manera, se había vuelto tremendamente expresivo. Seguramente fueron muchos días de intensa oración; aquel silencio le permitió una especial cercanía con Dios. Cuando por fin volvió a hablar, sus palabras demuestran que ese tiempo le había servido para prepararse mejor a la venida de su hijo, el precursor, y de su sobrino, el Mesías esperado: «En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios» (Lc 1,64).
Zacarías no cabía en sí de gozo. En esas semanas seguramente también reconoció el valor de muchos gestos comunes, muy significativos cuando no hay palabras: un guiño, una caricia, una sonrisa. Isabel quizá trataría de intuir lo que él le quería decir. Les bastaba mirarse y compartir lo que Dios había hecho en sus vidas. Quisieron vivir en la intimidad ese regalo del Señor, disfrutarlo juntos y en silencio. Dios se había manifestado y no había nada más que decir: era el momento de disfrutarlo y de soñar. «Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea; y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo: –¿Qué va a ser, entonces, este niño? Porque la mano del Señor estaba con él» (Lc 1,65-66).
La experiencia de Zacarías nos enseña que también nosotros podemos conocer mejor los planes de Dios a través de las personas y los eventos que tenemos a nuestro alrededor. Y que quizá no las hemos comprendido antes porque nos escuchábamos demasiado a nosotros mismos. «Es necesario aprender a fiarse y a callar frente al misterio de Dios y a contemplar en humildad y silencio su obra, que se revela en la historia y que tantas veces supera nuestra imaginación»[3]. Cuando hacemos silencio y escuchamos a Dios, como les sucedió a Zacarías e Isabel, nos llenamos de inmenso gozo al ver que Dios nos bendice, incluso cuando y en donde menos lo esperamos.
CON FRECUENCIA, querer y dejarse querer implica no decir al otro cómo tiene que hacer las cosas. El amor deja libre a la persona amada para que se exprese como ella quiera. No le dicta ni le exige maneras de manifestar el cariño. De modo análogo, algo similar sucede en nuestra relación con Dios: nos ilusiona dejarnos sorprender por el Señor. La gracia no es predecible, sino que es libre y creativa. Zacarías pudo comprobar lo maravillosa que es la iniciativa divina. Descubrió que confiar siempre trae premio y que Dios está cerca en todo momento, aunque no lo parezca: «No te fíes de mí... Yo sí que me fío de ti, Jesús... Me abandono en tus brazos: allí dejo lo que tengo, ¡mis miserias!»[4].
Preparando nuestro corazón para la llegada del Niño Jesús, podemos pedir a este santo varón su fe, su ilusión y su paciencia. Fe para pedir durante años un milagro que acabó sucediendo cuando ya no había esperanza; ilusión para soñar con el Mesías y la salvación que traería a Israel; y paciencia consigo mismo mientras aprende a buscar la seguridad en Dios. El amor siempre supone un riesgo, porque no es posible asegurarlo; depende de la voluntad de quien nos ama. Por eso, le pedimos a Zacarías que nos ayude en los momentos de inquietud, cuando tenemos que fiarnos solo de Dios. Él es nuestra seguridad. Santa Teresa lo atestiguaba con muy pocas palabras, pero con gran firmeza: «Fiad de su bondad, que nunca falló a sus amigos»[5].
«Resuena muchas veces en el Evangelio este no temáis: parece el estribillo de Dios que busca al hombre. Porque el hombre, desde los orígenes, también a causa del pecado, tiene miedo de Dios: “me dio miedo (…) y me escondí” (Gn 3,10), dice Adán después del pecado. Belén es el remedio al miedo, porque a pesar del “no” del hombre, allí Dios dice siempre “sí”: será para siempre Dios con nosotros. Y para que su presencia no inspire miedo, se hace un niño tierno»[6]. A la Virgen podemos pedirle que sepamos fiarnos del Señor, de su bondad y de su cariño; que no tratemos de controlar a Dios y que nos dejemos sorprender por su Providencia amorosa.
[1] Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid, 2000, p. 259.
[2] Benedicto XVI, Audiencia general, 13-VI-2012.
[3] Francisco, Ángelus, 24-VI-2018.
[4] San Josemaría, Camino, n. 113.
[5] Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, 11, 4.
[6] Francisco, Homilía, 24-XII-2018.