Estamos como en otoño las hojas en los árboles
En estos tiempos toda la humanidad experimenta este sentido de precariedad y caduquez debido a la pandemia. «El Señor —escribió san Gregorio Magno— a veces nos instruye con palabras, a veces, en cambio, con los hechos» .
En el año marcado por el gran y terrible «hecho» del coronavirus, nos esforzamos por reunir la enseñanza que cada uno de nosotros puede extraer de él para nuestra vida personal y espiritual. Son reflexiones que podemos hacer solo nosotros los creyentes y que tal vez sería imprudente en este momento proponer a todos indiscriminadamente para no aumentar las perplejidades que la pandemia crea en algunos respecto de la fe. Las verdades eternas sobre las que queremos reflexionar son: primero, que todos somos mortales y «no tenemos una morada estable aquí abajo»; en segundo lugar, que la vida del creyente no termina con la muerte porque nos espera la vida eterna; tercero, que no estamos solos y a merced de las olas en el pequeño barco de nuestro planeta porque la «Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». La primera de estas verdades es objeto de experiencia, las otras dos son objeto de fe y esperanza.
«Memento mori!»
Comencemos meditando hoy sobre la primera de estas «máximas eternas»: la muerte. Está resumida en el antiguo lema que los monjes trapenses eligieron como lema de su Orden «Memento mori»: recuerda que morirás.
De la muerte se puede hablar de dos maneras diferentes: o en clave kerigmática o en clave sapiencial. La primera manera consiste en proclamar que Cristo ha vencido a la muerte; que ya no es un muro contra el cual todo se hace pedazos, sino un puente hacia la vida eterna. La forma sapiencial o existencial consiste, en cambio, en reflexionar sobre la realidad de la muerte tal como se presenta a la experiencia humana, con el fin de sacar lecciones de ella para vivir bien. Es la perspectiva en la que nos situamos en esta meditación.
Este último es el modo en que se habla de la muerte en el Antiguo Testamento y en particular en los libros sapienciales: «Enséñanos a contar nuestros días y llegaremos a la sabiduría del corazón», pide el salmista a Dios (Sal 90,12). Esta forma de ver la muerte no termina con el Antiguo Testamento, sino que también continúa en el Evangelio de Cristo. Recordemos su amonestación: «Mirad porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25,13), la conclusión de la parábola del hombre rico que planeaba construir graneros más grandes para su cosecha: «Insensato, esta misma noche se te pedirá la vida. Y lo que has preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20), y también su dicho: «¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde la alma?» (cf. Mt 16,26).
La tradición de la Iglesia ha hecho suya esta enseñanza. Los Padres del desierto cultivaron el pensamiento de la muerte, hasta que lo convirtieron en una práctica constante y lo tuvieron vivo con todos los medios. Uno de ellos, que trabajaba para hilar la lana, había tomado la costumbre de dejar caer al suelo el huso de vez en cuando y «poner la muerte ante de sus ojos antes de recogerlo de nuevo» . «Por la mañana —exhorta a la Imitación de Cristo—, ten en cuenta que no vas a llegar a la noche. Cuando caiga la noche no te atrevas a prometerte que te levantará por la mañana» (I, 23). San Alfonso María de Ligorio escribió un tratado titulado Preparación para la muerte que ha sido durante siglos un clásico de la espiritualidad católica. Muchos santos, a partir del siglo XVI, son representados meditando frente a un cráneo.
Dicho modo sapiencial de hablar de la muerte se encuentra en todas las culturas, no sólo en la Biblia y en el cristianismo. También está presente, secularizado, en el pensamiento moderno y vale la pena mencionar brevemente las conclusiones a las que llegaron dos pensadores cuya influencia sigue siendo fuerte en nuestra cultura. El primero es Jean-Paul Sartre. Él invirtió la relación clásica entre esencia y existencia, afirmando que la existencia es lo primero y es más importante que la esencia. Traducido en términos simples, esto significa que no hay orden ni una escala de valores objetivos y anteriores a todo —Dios, el bien, los valores, la naturaleza— a la que el hombre debe conformarse, sino que todo debe partir de su existencia y libertad individuales. Cada persona debe inventar y realizar su destino como el río, que al avanzar, escava su propio cauce. La vida es un proyecto que no está escrito en ninguna parte, sino que se decide por las propias elecciones libres.
Este modo de concebir la existencia ignora por completo el hecho de la muerte y, por lo tanto, es refutado por la realidad misma de la existencia que se quiere afirmar. ¿Qué puede proyectar el hombre, si no sabe, ni depende de él, si mañana seguirá todavía vivo? Su intento se parece al de un recluso que pasa todo su tiempo proyectando la mejor ruta a seguir para pasar de una pared de su celda a la otra.
Más creíble, en este punto, es el pensamiento de otro filósofo, Martin Heidegger, que también parte de premisas análogas y se mueve en el mismo cauce del existencialismo. Al definir al hombre como «un-ser-para-la-muerte» , hace de la muerte no un accidente que acaba con la vida, sino la esencia misma de la vida, aquello de lo que está hecha. Vivir es morir. El hombre no puede vivir sin quemar y acortar la vida. Cada minuto que pasa es quitado de la vida y entregado a la muerte, como, al conducir en coche por una carretera, vemos casas y árboles que desaparecen rápidamente detrás de nosotros. Vivir para la muerte significa que la muerte no es solo el final, sino también el fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa.
¿Qué es entonces —se pregunta el filósofo— ese «núcleo sólido, seguro e infranqueable», al que la conciencia recuerda al hombre y sobre el que debe basarse su existencia, si quiere ser «auténtica»? Respuesta: ¡Su nada! Todas las posibilidades humanas son, en realidad, imposibilidades. Todo intento de proyectarse y de elevarse es un salto que parte de la nada y termina en la nada . Sólo queda resignarse, hacer de la necesidad virtud y amar el propio destino. Una especie de versión moderna del «amor fati» de los estoicos.
San Agustín también había anticipado esta intuición del pensamiento moderno sobre la muerte, pero para sacar de ello una conclusión totalmente diferente: no el nihilismo, sino fe en la vida eterna.
Cuando un hombre nace —escribía— se hacen muchas hipótesis: tal vez sea hermoso, tal vez sea feo; tal vez sea rico, tal vez se pobre; tal vez vivirá mucho tiempo, tal vez no… Pero de nadie se dice: tal vez muera o tal vez no muera. Esta es la única cosa absolutamente segura en la vida. Cuando sabemos que uno está enfermo de hidropesía [entonces era esta la enfermedad incurable, hoy son otras] decimos: «Pobre hombre, debe morir; está condenado, no hay remedio». ¿Pero no deberíamos decir lo mismo de uno que nace? «¡Pobre hombre, debe morir, no hay remedio, está condenado!». ¿Qué importa si en un tiempo un poco más largo, o un poco más corto? La muerte es la enfermedad mortal que se contrae al nacer .
Dante Alighieri condensó en un solo verso esta visión agustiniana, definiendo la vida humana en la tierra como «un correr a la muerte» .
En la escuela de la «hermana muerte»
En la oleada del avance de la tecnología y de las conquistas de la ciencia, corremos el riesgo de ser como ese hombre de la parábola que se dice a sí mismo: «Alma mía, tienes muchos bienes a tu disposición, para muchos años; ¡descansa, come, bebe y diviértete! (Lc 12,19). La presente calamidad ha venido a recordarnos lo poco que depende del hombre «proyectar» y decidir su propio futuro.
La consideración sapiencial de la muerte conserva, después de Cristo, la misma función que tiene la ley después de la venida de la gracia. También ella sirve para preservar el amor y la gracia. La ley —está escrito— fue dada para los pecadores (cf. 1 Tim 1,9) y nosotros todavía somos pecadores, es decir, sujetos a la seducción del mundo y de las cosas visibles, siempre tentados de «conformarnos a este mundo» (Cf. Rom 12,2). No hay mejor lugar para colocarse para ver el mundo, a uno mismo y todos los acontecimientos, en su verdad que el de la muerte. Entonces todo se pone en su justo lugar.
El mundo aparece a menudo como una maraña inextricable de injusticia y desorden, hasta el punto de que todo parece suceder al azar y sin haber coherencia o plan alguno. Una especie de pintura sin forma, en la que todos los elementos y colores parecen colocados al azar, como en ciertas pinturas modernas. A menudo se ve que triunfa la iniquidad y la inocencia es castigada. Pero, para que no se crea que en el mundo hay algo fijo y constante, he aquí —Bossuet señaló— que a veces se ve lo contrario, es decir, ¡la inocencia en el trono y la iniquidad en el patíbulo!
¿Hay algún punto desde el cual observar este inmenso cuadro y descifrar su significado? Sí, es el «fin», es decir, la muerte, a la que sigue inmediatamente el juicio de Dios (cf. Heb 9,27). Visto desde aquí, todo adquiere su justo valor. La muerte es el fin de todas las diferencias e injusticias que existen entre los hombres. La muerte, dijo nuestro actor cómico Totò, es como el nivel de los albañiles: anula todas las diferencias y los privilegios.
Mirar la vida desde el punto de vista de la muerte, otorga una ayuda extraordinaria para vivir bien. ¿Estás angustiado por problemas y dificultades? Adelántate, colócate en el punto correcto: mira estas cosas desde el lecho de muerte. ¿Cómo te gustaría haber actuado? ¿Qué importancia darías a estas cosas? ¡Hazlo así y te salvarás!
¿Tienes una discrepancia con alguien? Mira la cosa desde el lecho de muerte. ¿Qué te gustaría haber hecho entonces: haber ganado o haberte humillado? ¿Haber prevalecido o haber perdonado?
El pensamiento de la muerte nos impide apegarnos a las cosas, fijar aquí abajo la morada del corazón, olvidando que «no tenemos una morada estable aquí abajo» (Heb 13,14). El hombre, dice un salmo, «cuando muere no se lleva nada consigo, ni desciende con él su gloria» (Sal 49,18). En la antigüedad, se acostumbraba enterrar a los reyes con sus joyas. Esto alentaba, naturalmente, la práctica de violar tumbas para llevarse de ellas sus tesoros. Se han encontrado tumbas de este tipo, en las que, para mantener alejados a los profanadores, se ponía una inscripción en la parte superior del sarcófago: «Aquí estoy yo solo». ¡Qué cierta era esa inscripción, incluso si, de hecho, la tumba ocultaba joyas! El ser humano «cuando muere no se lleva nada consigo».
La hermana muerte es una muy buena hermana mayor y una buena pedagoga. Nos enseña muchas cosas; basta que sepamos escucharla con docilidad. La Iglesia no tiene miedo de enviarnos a la escuela con ella. En la liturgia del Miércoles de Ceniza, hay una antífona de tonos fuertes, que suena aún más fuerte en el texto original latino. Dice: «Emendemus in melius quae ignoranter peccavimus; ne subito praeoccupati die mortis, quaeramus spatium poenitentiae, et invenire non possimus»: «Enmendémonos del mal que hemos hecho por ignorancia. No suceda que alcanzados de repente por la hora de la muerte, busquemos un espacio para hacer penitencia y ya no podamos encontrarlo». Un día, una hora sola, una buena confesión: ¡qué diferentes nos parecerían estas cosas en ese momento! ¡Cómo las preferiríamos a cetros y reinos, a una larga vida, a riqueza y a salud!
Pienso en otro ámbito en el que necesitamos urgentemente a la hermana muerte como maestra, más allá del campo ascético: la evangelización. El pensamiento de la muerte es casi la única arma que nos queda para sacudir del letargo a una sociedad opulenta, a la que le ha sucedido lo que le ocurrió al pueblo elegido liberado de Egipto: «Comió y se sació, —sí, engordó, se cebó, engulló— y rechazó al Dios que lo había hecho» (Dt 32,15). En un momento delicado de la historia del pueblo elegido, Dios dijo al profeta Isaías: «¡Grita!». El profeta respondió: «¿Qué debo gritar?» y Dios: Que «todo hombre es como la hierba y toda su gloria es como el heno del campo. Se seca la hierba, la flor se marchita, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellos» (Is 40,6-7). Creo que Dios hoy da esta misma orden a sus profetas y lo hace porque ama a sus hijos y no quiere que «como ovejas se encaminen a los infiernos y que su pastor sea la muerte» (Cf. Sal 49,15).
La cuestión sobre el sentido de la vida y de la muerte desempeñó un papel notable en la primera evangelización de Europa y no se excluye que pueda desempeñar uno análogo en el esfuerzo actual por su re-evangelización. Si hay algo que no ha cambiado en nada desde entonces, es precisamente esto: que los hombres deben morir. Beda el Venerable relata cómo el cristianismo entró en el norte de Inglaterra, superando las resistencias del paganismo. El rey convocó a la gran asamblea de su reino para decidir la cuestión de si dejar o no entrar a los misioneros cristianos. Hubo opiniones contradictorias, cuando uno de los dignatarios se puso de pie e hizo, en esencia, este discurso:
La vida presente del hombre sobre la tierra, oh rey, en comparación con el tiempo que nos es desconocido me parece tal como cuando, estando tú sentado a cenar en tiempo de invierno con tus jefes y servidores, con el fuego encendido en medio y bien caliente la sala, mientras fuera se desata la furia de los vendavales invernales de lluvias y nieves, llega un pájaro y cruza la mansión volando raudamente: entra por una puerta y al momento sale por otra y, desde luego, en el tiempo en que está dentro, no le alcanza la tempestad del invierno; pero, tras recorrer en un momento un pequeño trecho de bonanza, enseguida, volviendo del invierno al invierno, desaparece de tu vista. Así aparece esta vida de los hombres: por poco tiempo; pero lo que lo sigue después y lo que ha habido antes lo ignoramos por entero. En consecuencia, si esta nueva doctrina ha aportado algo más cierto, parece que merece seguirse .
Fue el interrogante planteado por la muerte lo que allanó el camino para el Evangelio, como una brecha siempre abierta en el corazón del hombre.
«Alabado seas Señor, por la hermana muerte corporal»
Pero, ¿cómo —se dirá— renovamos el temor a la muerte? ¿No vino Jesús acaso a liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos»? (Heb 2,15). Sí, pero hay que haber conocido este miedo para ser liberado de él. Jesús libera del miedo a la muerte a quien lo tiene, no al que no lo tiene e ignora alegremente que debe morir. Vino a enseñar el miedo a la muerte eterna a aquellos que sólo conocían el miedo a la muerte temporal.
La «muerte segunda», la llama el Apocalipsis (Ap 20,6). Es la única que realmente merece el nombre de muerte, porque no es un tránsito, una Pascua, sino una terrible terminal de trayecto. Para salvar a los hombres de esta desgracia debemos volver a predicar sobre la muerte. Nadie más que Francisco de Asís conoció el nuevo rostro, pascual, de la muerte cristiana. Su muerte fue verdaderamente un tránsito pascual, un «transitus», como se celebra en la liturgia franciscana. Cuando se sintió cerca del final, el Poverello exclamó: «¡Bienvenida, muerte, hermana mía!» . Sin embargo, en su Cántico de criaturas, junto con palabras muy dulces sobre la muerte, tiene algunas de las más terribles:
«Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,
de la que ningún hombre vivo puede escapar:
ay de aquellos que mueran en pecado mortal;
benditos aquellos a los que encuentre en su santísima voluntad,
porque la muerte segunda no les hará ningún daño».
¡Ay de los que mueran en pecados mortales! «El aguijón de la muerte es el pecado», dice el Apóstol (1 Cor 15,56). Lo que da a la muerte su poder más temible para angustiar al hombre y atemorizarle es el pecado. Si uno vive en pecado mortal, para él la muerte todavía tiene el aguijón, el veneno, como antes de Cristo, y por eso hiere, mata y envía a la Gehena. No temáis —diría Jesús— a la muerte que mata el cuerpo y luego no puede hacer nada más. Temed a esa muerte que, después de haber matado el cuerpo, tiene el poder de arrojar a la Gehena (cf. Lc 12,4-5). ¡Quita el pecado y has quitado también a tu muerte su aguijón!
Al instituir la Eucaristía, Jesús anticipó su propia muerte. Nosotros podemos hacer lo mismo. De hecho, Jesús inventó este medio de hacernos partícipes de su muerte, para unirnos a él. Participar en la Eucaristía es la forma más verdadera, más justa y más eficaz de «prepararnos» a la muerte. En ella celebramos también nuestra muerte y la ofrecemos, día a día, al Padre. En la Eucaristía podemos elevar al Padre nuestro «amén, sí», a lo que nos espera, al tipo de muerte que quiera permitir para nosotros. En ella «hacemos testamento»: decidimos a quién dejar la vida, por quién morir.
Nacimos, es verdad, para morir; la muerte no es sólo el final, sino también el fin de la vida. Esto, sin embargo, lejos de parecer una condena, como decía el filósofo recordado antes, parece en cambio un privilegio. «Cristo mismo —dice san Gregorio de Nisa— nació para morir» , es decir, para poder dar la vida en rescate por todos. Nosotros también hemos recibido la vida como don para tener algo único, precioso, digno de Dios, que poder, por nuestra parte, ofrecerle como don y sacrificio. ¿Qué utilización más hermosa se puede pensar de la vida, que para darla, por amor, al Creador que nos la dio por amor? Parafraseando las palabras pronunciadas por el sacerdote en el ofertorio de la Misa, sobre el pan y el vino podemos decir: «De tu bondad hemos recibido esta vida nuestra; te la presentamos para que se convierta en un sacrificio vivo, santo, agradable a ti» (cf. Rom 12,1).
Con todo esto, no le hemos quitado el aguijón al pensamiento de la muerte, su capacidad de angustiarnos y que Jesús también quiso experimentar en Getsemaní. Sin embargo, estamos al menos más preparados para acoger el mensaje consolador que nos llega de la fe y que la liturgia proclama en el prefacio de la Misa de difuntos:
Porque la vida de tus fieles, Señor,
no termina, se transforma,
y, al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo.
Hablaremos de esta mansión eterna en los cielos, si Dios quiere, en la próxima meditación.
La hermana muerte es una muy buena hermana mayor y una buena pedagoga. Nos enseña muchas cosas; basta que sepamos escucharla con docilidad. La Iglesia no tiene miedo de enviarnos a la escuela con ella. En la liturgia del Miércoles de Ceniza, hay una antífona de tonos fuertes, que suena aún más fuerte en el texto original latino. Dice: «Emendemus in melius quae ignoranter peccavimus; ne subito praeoccupati die mortis, quaeramus spatium poenitentiae, et invenire non possimus»: «Enmendémonos del mal que hemos hecho por ignorancia. No suceda que alcanzados de repente por la hora de la muerte, busquemos un espacio para hacer penitencia y ya no podamos encontrarlo». Un día, una hora sola, una buena confesión: ¡qué diferentes nos parecerían estas cosas en ese momento! ¡Cómo las preferiríamos a cetros y reinos, a una larga vida, a riqueza y a salud!
Pienso en otro ámbito en el que necesitamos urgentemente a la hermana muerte como maestra, más allá del campo ascético: la evangelización. El pensamiento de la muerte es casi la única arma que nos queda para sacudir del letargo a una sociedad opulenta, a la que le ha sucedido lo que le ocurrió al pueblo elegido liberado de Egipto: «Comió y se sació, —sí, engordó, se cebó, engulló— y rechazó al Dios que lo había hecho» (Dt 32,15). En un momento delicado de la historia del pueblo elegido, Dios dijo al profeta Isaías: «¡Grita!». El profeta respondió: «¿Qué debo gritar?» y Dios: Que «todo hombre es como la hierba y toda su gloria es como el heno del campo. Se seca la hierba, la flor se marchita, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellos» (Is 40,6-7). Creo que Dios hoy da esta misma orden a sus profetas y lo hace porque ama a sus hijos y no quiere que «como ovejas se encaminen a los infiernos y que su pastor sea la muerte» (Cf. Sal 49,15).
La cuestión sobre el sentido de la vida y de la muerte desempeñó un papel notable en la primera evangelización de Europa y no se excluye que pueda desempeñar uno análogo en el esfuerzo actual por su re-evangelización. Si hay algo que no ha cambiado en nada desde entonces, es precisamente esto: que los hombres deben morir. Beda el Venerable relata cómo el cristianismo entró en el norte de Inglaterra, superando las resistencias del paganismo. El rey convocó a la gran asamblea de su reino para decidir la cuestión de si dejar o no entrar a los misioneros cristianos. Hubo opiniones contradictorias, cuando uno de los dignatarios se puso de pie e hizo, en esencia, este discurso:
La vida presente del hombre sobre la tierra, oh rey, en comparación con el tiempo que nos es desconocido me parece tal como cuando, estando tú sentado a cenar en tiempo de invierno con tus jefes y servidores, con el fuego encendido en medio y bien caliente la sala, mientras fuera se desata la furia de los vendavales invernales de lluvias y nieves, llega un pájaro y cruza la mansión volando raudamente: entra por una puerta y al momento sale por otra y, desde luego, en el tiempo en que está dentro, no le alcanza la tempestad del invierno; pero, tras recorrer en un momento un pequeño trecho de bonanza, enseguida, volviendo del invierno al invierno, desaparece de tu vista. Así aparece esta vida de los hombres: por poco tiempo; pero lo que lo sigue después y lo que ha habido antes lo ignoramos por entero. En consecuencia, si esta nueva doctrina ha aportado algo más cierto, parece que merece seguirse .
Fue el interrogante planteado por la muerte lo que allanó el camino para el Evangelio, como una brecha siempre abierta en el corazón del hombre.
«Alabado seas Señor, por la hermana muerte corporal»
Pero, ¿cómo —se dirá— renovamos el temor a la muerte? ¿No vino Jesús acaso a liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos»? (Heb 2,15). Sí, pero hay que haber conocido este miedo para ser liberado de él. Jesús libera del miedo a la muerte a quien lo tiene, no al que no lo tiene e ignora alegremente que debe morir. Vino a enseñar el miedo a la muerte eterna a aquellos que sólo conocían el miedo a la muerte temporal.
La «muerte segunda», la llama el Apocalipsis (Ap 20,6). Es la única que realmente merece el nombre de muerte, porque no es un tránsito, una Pascua, sino una terrible terminal de trayecto. Para salvar a los hombres de esta desgracia debemos volver a predicar sobre la muerte. Nadie más que Francisco de Asís conoció el nuevo rostro, pascual, de la muerte cristiana. Su muerte fue verdaderamente un tránsito pascual, un «transitus», como se celebra en la liturgia franciscana. Cuando se sintió cerca del final, el Poverello exclamó: «¡Bienvenida, muerte, hermana mía!» . Sin embargo, en su Cántico de criaturas, junto con palabras muy dulces sobre la muerte, tiene algunas de las más terribles:
«Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,
de la que ningún hombre vivo puede escapar:
ay de aquellos que mueran en pecado mortal;
benditos aquellos a los que encuentre en su santísima voluntad,
porque la muerte segunda no les hará ningún daño».
¡Ay de los que mueran en pecados mortales! «El aguijón de la muerte es el pecado», dice el Apóstol (1 Cor 15,56). Lo que da a la muerte su poder más temible para angustiar al hombre y atemorizarle es el pecado. Si uno vive en pecado mortal, para él la muerte todavía tiene el aguijón, el veneno, como antes de Cristo, y por eso hiere, mata y envía a la Gehena. No temáis —diría Jesús— a la muerte que mata el cuerpo y luego no puede hacer nada más. Temed a esa muerte que, después de haber matado el cuerpo, tiene el poder de arrojar a la Gehena (cf. Lc 12,4-5). ¡Quita el pecado y has quitado también a tu muerte su aguijón!
Al instituir la Eucaristía, Jesús anticipó su propia muerte. Nosotros podemos hacer lo mismo. De hecho, Jesús inventó este medio de hacernos partícipes de su muerte, para unirnos a él. Participar en la Eucaristía es la forma más verdadera, más justa y más eficaz de «prepararnos» a la muerte. En ella celebramos también nuestra muerte y la ofrecemos, día a día, al Padre. En la Eucaristía podemos elevar al Padre nuestro «amén, sí», a lo que nos espera, al tipo de muerte que quiera permitir para nosotros. En ella «hacemos testamento»: decidimos a quién dejar la vida, por quién morir.
Nacimos, es verdad, para morir; la muerte no es sólo el final, sino también el fin de la vida. Esto, sin embargo, lejos de parecer una condena, como decía el filósofo recordado antes, parece en cambio un privilegio. «Cristo mismo —dice san Gregorio de Nisa— nació para morir» , es decir, para poder dar la vida en rescate por todos. Nosotros también hemos recibido la vida como don para tener algo único, precioso, digno de Dios, que poder, por nuestra parte, ofrecerle como don y sacrificio. ¿Qué utilización más hermosa se puede pensar de la vida, que para darla, por amor, al Creador que nos la dio por amor? Parafraseando las palabras pronunciadas por el sacerdote en el ofertorio de la Misa, sobre el pan y el vino podemos decir: «De tu bondad hemos recibido esta vida nuestra; te la presentamos para que se convierta en un sacrificio vivo, santo, agradable a ti» (cf. Rom 12,1).
Con todo esto, no le hemos quitado el aguijón al pensamiento de la muerte, su capacidad de angustiarnos y que Jesús también quiso experimentar en Getsemaní. Sin embargo, estamos al menos más preparados para acoger el mensaje consolador que nos llega de la fe y que la liturgia proclama en el prefacio de la Misa de difuntos:
Porque la vida de tus fieles, Señor,
no termina, se transforma,
y, al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo.
Hablaremos de esta mansión eterna en los cielos, si Dios quiere, en la próxima meditación.