Cuando Marta hablaba, lo hacía con tal gracia y soltura que tenía a las demás encantadas.
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Por: Marcelino de Andrés
El sonido chillón del timbre invadió los pasillos y los patios del colegio. La hora del recreo había llegado. De todas partes comenzaron a fluir niños y niñas que iban inundando los campos de juego y todas las áreas de recreación.
A la sombra de un frondoso sauce se encontraba Marta, una simpática chiquilla de 9 años, con sus amigas, que no eran pocas. Ese era su sitio preferido. Marta atraía a sus compañeras como un imán dondequiera que fuese. Y el porqué de ese magnetismo irresistible saltaba a la vista. Su generosidad sin límites era desinteresada, ya se tratase de compartir chucherías o de prestar o de regalar sus juguetes o de echar una mano ante cualquier necesidad. Además, su simpatía y jovialidad naturales contagiaban a cualquiera. Y por si fuera poco, su capacidad de divertir y hacer felices a los demás salía de lo común.
-Marta, ¿me das una?
-Sí, toma, -respondía ella alargando la bolsa de patatas fritas a su compañera -toma todas y ofrécele también a las demás.
-Marta, no he podido traerte el juego que me prestaste porque se me olvidó en la casa de campo el fin de semana.
-No te preocupes, hasta te puedes quedar con él si lo quieres -contestaba ella con naturalidad.
-Oye, Marta, me ayudas a terminar las tareas, es que en mi casa nadie me ayuda y...
-Claro, verás que fácil es -la interrumpía Marta dejando todo para echarle una mano.
También ese día, como tantos otros, en torno a Marta jugaban todas entretenidas. Una daba de comer a un muñeco de peluche computarizado que se movía y hablaba como si estuviera vivo. Otra cambiaba una y otra vez de vestido y de peinado a su muñeca, preguntando constantemente a las demás qué tal le quedaban. Y así cada una se entretenía a su modo y antojo. Y mientras, charlaban despreocupadas compartiendo sus aventuras... Cuando Marta hablaba, lo hacía con tal gracia y soltura que tenía a las demás encantadas.
En esa ocasión comenzó a contarles cómo ayer, antes de cenar, no encontraba por ninguna parte a su pequeño y querido gato. Ya se había resignado con tristeza dándolo por perdido, cuando de pronto empezó a escuchar sus inconfundibles maullidos en el jardín de la casa. Salió ansiosa y guiada por el oído, alcanzó a ver al gatito trepado en la rama de un árbol y que no parecía atreverse bajar de allí. Inútiles fueron todos los reclamos y subterfugios de Marta para hacerlo bajar. El felino parecía encerrado en una jaula invisible o atrapado por una red transparente. Tuvo que venir su abuelo con escalera y todo para bajarlo de aquella altura...
Marta tenía un afecto especial por su gato y, desde luego, también y mucho más por su abuelo. No tenía hermanos ni hermanas. Y sus padres, aunque no eran malas personas, no es que pasasen mucho tiempo en casa. Les surgían siempre nuevos intereses y necesidades que absorbían su tiempo y atención; y, entre unas cosas y otras, llegó un momento en que apenas le podían dedicar tiempo a su hija. Por lo general se llevaban bien entre ellos como pareja y se trataban con palpable cariño; lo cual no quita que, en ocasiones de tensión, llegasen a levantarse un poco la voz y a enfadarse momentáneamente. Cuando esto ocurría, Marta lo sufría en silencio, llorando en su cuarto sin que nadie la viese.
Su abuelo Antonio, que vivía con ellos, se dedicaba con gran afecto a la pequeña, visto que sus padres no alcanzaban... Él la acompañaba por la mañana a la escuela e iba a recogerla por las tardes. Le ayudaba a hacer sus deberes escolares y le enseñaba muchas cosas más que no aprendía en las clases. Le contaba numerosas historias y aventuras de la más variada índole. La llevaba a la plaza a jugar, o al mercadillo de compras, o al parque de atracciones, o a la parroquia para la Misa y el catecismo...
Estaba entonces Marta en el jardín del colegio, rodeada de sus amigas, terminando de contar la última aventura con su gato, cuando de nuevo el ahora inoportuno timbre marcó el final del tiempo de recreo. En pocos instantes el hormiguero de niños había desaparecido dentro de las aulas como si en cada una hubiera un gran motor absorbente.
Las alumnas de 4º A, el grupo de Marta y sus amigas, tenían clase de Religión. Todas estaban por ello súper felices. Elena, su joven y simpática profesora, había logrado que prefirieran la clase de religión a cualquier otra. Ninguna se la quería perder por ningún motivo. Historias, cuentos, concursos, representaciones, audiovisuales, películas... Entre una y otra cosa, las tenía siempre cautivadas durante aquellas dos horas semanales.
Elena, apenas entrar a clase, hizo en el pizarrón dos dibujos que representaban algo así como termómetros. Sobre uno puso el signo más y sobre el otro el signo menos. Todas las alumnas ya sabían que en esos “termómetros” se iría midiendo (con trazos que iba haciendo la profesora) su grado de atención y su buen comportamiento durante la explicación; y que de eso dependía la agradable sorpresa que siempre les tenía preparada.
Como solía ocurrir, el termómetro que marcaba los grados positivos fue subiendo hasta que la profesora, cerrando el libro de texto y señalando el termómetro, dijo:
-Felicidades. Os lo habéis vuelto a merecer. Cerrad los cuadernos, pues por hoy hemos terminado la explicación. Y ahora... -hizo una pausa de suspense -vamos a dedicarnos a seguir preparando el Nacimiento, pues en muy pocos días llega la Navidad...
- ¡¡Bien!! -gritaron todas al unísono, pero en voz en voz baja, como le gustaba a Elena.
En breves instantes cada alumna estaba inmersa en algún pequeño trabajo u ocupación bajo la atenta supervisión y tutela de la maestra. Unas recortaban estrellitas doradas para pegarlas después en un amplio cielo de cartulina negra; otras extendían un riachuelo de papel plateado bordeándolo de arena y de pequeñas piedras rodadas; las de más allá repartían el musgo fresco a los lados del caminito de aserrín... Marta tenía el encargo de preparar el portal de Belén y de colocar las figuras que debían ir dentro. Todas menos la del niño Jesús, claro, que se pondría hasta el día 24 de diciembre.
Era conmovedor verla y sobre todo escucharla en sus coloquios a media voz con cada uno de aquellos personajes de arcilla.
-Ven para acá, mula gordita. Tú te vas a quedar aquí tumbada, junto a este montón de paja. Así no tendrás frío. Y si tienes hambre, puedes comerte un poco de paja, pero no todo, ¿vale? Porque a lo mejor hace falta para el pesebre...
Luego, tomando al buey por los cuernos, comentaba -A ti, cara de dormilón, te voy a colocar detrás de San José para que cuando hagas ruidos con la boca y muevas la cabeza, no asustes al niño Jesús. Por eso yo creo que es mejor que te quedes dormido todo el tiempo y que sueñes con los angelitos.
- San José, tú vas a estar aquí, a un lado del pesebre, ¿de acuerdo? ¡Junnn...! Me parece que te han puesto demasiado viejo -añadió observando con atención la pequeña talla. -Yo creo que tu debías ser mucho más joven y guapo... porque eras es esposo de María y no cualquiera podía serlo...
Elena pasaba de vez en cuando junto a ella y sin decirle nada, la escuchaba complacida con una incontenible sonrisa en los labios. También sonreía ante los curiosos comentarios y discusiones inocentes que se desataban entre las demás niñas.
A Susana, que estaba intentando montar a uno de los Reyes Magos sobre un moderno dinosaurio de juguete, Yolanda le increpaba: -Pero que no... No ves que en Belén no había dinosaurios... además los dinosaurios se comen a los otros animales... y también a las personas...
Gema insistía en poner un cepo de ratones justo a la puerta del Palacio de Herodes, diciendo convencida que así no se atreverían a salir los soldados cuando quisiesen ir a matar al niño Jesús. Y Pilar, por su parte, le aseguraba que eso no era suficiente, y que había que ponerles más trampas por el camino....
Cuando Marta tuvo entre sus manitas la figura de la Virgen María, se mostró especialmente inspirada. Mientras le limpiaba el polvo con un trapito, le decía: -María, también tú debías ser mucho más guapa que como te han puesto aquí. Me han explicado en el catecismo que tú eres la mujer más guapa de todas. Y yo sé que es verdad, porque Dios tiene que tener la madre más bonita de todas. Y también la más buena. Además, sé que eres mi Madre del cielo. Y ¡qué bien! ¿Sabes por qué? Pues te lo voy a decir. Mira, es que yo creo que mi madre es buena conmigo, pero me parece que puede ser mejor. Porque me hace más caso mi abuelo que ella. Y porque casi nunca está conmigo en casa y no me lleva a ninguna parte. Y por que a veces discute un poco con padre y eso me hace ponerme muy triste... Por eso digo que qué bien que tú seas mi Madre...
Una vez que hubo limpiado la imagen de la Virgen, mientras la colocaba en el portal, añadió -Aquí estarás tú. Es el mejor sitio de todos. Lo más cerca posible del pesebre donde estará el niño Jesús dentro de unos días.
En ese preciso momento Elena volvió pasar tras ella y Marta, dándose la vuelta, después de contarle lo que había estado hablando con la Virgen, le preguntó:
- ¿Elena, y si le pido a la Virgen que haga que mi madre me quiera más y se preocupe un poco más de mí, tú crees que lo hará?
-Yo creo que sí. Pídeselo a Ella y también al niño Jesús como un regalo especial para esta Navidad. Seguro que te escucharán, porque ambos ponen particular atención a las peticiones de los niños...
Esa noche, como tantas otras en las que aún no llegaban a casa sus padres, el abuelo acostó a Marta y le dio las buenas noches después de rezar juntos en voz alta un Ave María y alguna que otra sencilla oración.
-Abuelo, hoy estuvimos preparando el nacimiento del colegio y a mí me tocó encargarme del portal de Belén, que es lo más importante -dijo orgullosa Marta mientras se metía entre las sábanas.
-Oye, pues eso si que es suerte, ¿eh? -contestó el abuelo sentándose en el borde de la cama.
En ese momento se escuchó que alguien abría la puerta principal y entraba en casa. Sería seguramente la madre de Marta. El abuelo entonces prosiguió: -Y me imagino que te habrá quedado de maravilla, ¿verdad?
En efecto, la madre de Marta había llegado. Dejó en el salón el bolso y algunos algunas bolsas de la compra y subió a su habitación. Al pasar frente el cuarto de su hija, vio la puerta entreabierta y alcanzó a oír que estaba hablando con el abuelo. S se detuvo y se puso a escuchar sin que la vieran.
-¡ Claro que me quedó de maravilla! -respondía en ese momento Marta. -Me lo dijo Elena, mi profesora de Religión. Además, le dije a ella que le iba a pedir a la Virgen María un favor muy grande para estas Navidades y también se lo voy a pedir al niño Jesús.
-¿A sí? Y, ¿se puede saber de qué se trata? -inquirió el abuelo con cara de intriga.
-Pues... bueno, te lo voy a decir a ti, pero no se lo digas a nadie, ¿vale? Lo que le voy a pedir a María es que mi mamá me quiera como Ella quería al niño Jesús. Mi maestra me ha dicho que sí me va a escuchar.
A la madre de Marta aquellas palabras la penetraron el alma y se le hizo un nudo en la garganta. El abuelo trató de disimular una oleada de tristeza que le brotaba incontenible del corazón y respondió: -Marta, me parece muy bien lo que quieres pedir a María y a Jesús; pero no debes pensar que tu mamá no te quiere, ni se preocupa de ti. Ella sí te quiere; lo que pasa es que está muy ocupada y a lo mejor por eso apenas tiene tiempo para demostrártelo como desearía. Pero claro que te quiere. ¿Por qué lo dudas? -La madre en ese momento ya no pudo contenerse y rompió en un llanto silencioso tras la puerta de la habitación.
-Pues yo no sé, abuelo, yo sí quiero mucho a mi mamá, porque es mi madre; pero veo que tú me quieres más que ella, pues haces muchas más cosas por mí. Y...
-Mira, Marta -la interrumpió el abuelo -tu madre ha hecho y hace por ti muchísimas cosas que yo, aunque la mayoría de ellas no las veas directamente.
La madre entonces, volviendo sobre sus pasos, bajó a la cocina enjugándose las abundantes lágrimas. Momentos después, el abuelo salía de la habitación de la niña cerrando con cuidado la puerta.
Desde esa noche la madre de Marta sentía un gran pesar en su corazón. Se había dado cuenta con tanto dolor como evidencia que los afanes de la vida habían ido relegando a su hija a un lugar muy secundario en su jerarquía de valores. ¿¡Cómo había sido posible!?, se recriminaba a sí misma una y otra vez.
Pasados unos días, le contó todo a su esposo. Ambos, reflexionando, concordaron que no debían seguir así y decidieron cambiar de actitud para dedicarse a ser unos padres como Dios manda y como su pequeña Marta merecía.
Poco después su madre llegó por detrás, le puso delicadamente las manos sobre los hombros, apoyó su barbilla en la rubia cabecita de Marta y le dijo con dulzura inusitada: -Marta, que está a punto de comenzar la Misa, ¿no vienes?
Entraron, pues, las dos a la capilla y comenzó la ceremonia. A Marta se le notaba especialmente fervorosa y también a su madre, que en varias ocasiones acarició con ternura a su pequeña. El abuelo, con sonrisa de serafín, se daba cuenta de todo. Y en un momento en que cruzó su mirada con la de Marta, se guiñaron mutuamente el ojo.
Terminada la celebración, mientras salían del colegio, la madre preguntó a Marta: -Oye, mi cielo, ¿qué es lo que te gustaría hacer ahora? -El padre, entonces le recordó que ya se habían comprometido a ir esa noche a la fiesta de unos conocidos...
La pequeña, como si no lo hubiese oído, respondió resuelta: -¿Por qué no vamos a ver los Belenes de la Calle Real?
-Muy bien -respondió la madre -eso haremos. -Y luego mirando a su esposo, añadió: -por tanto, quedan cancelados los demás compromisos; pues es mucho más importante estar con nuestra hija que cualquier otra cosa.
El padre de Marta recapacitó y dijo: -es verdad, ya va siendo hora de que demostremos a Marta cuánto la queremos. -Y diciendo esto, tomó en vilo a la pequeña y le dio un enorme abrazo, al que se unieron también la madre y el abuelo.
Fueron muchos los Belenes que vieron y admiraron los cuatro aquella singular noche. Y en cada uno de ellos, la pequeña Marta, rebosante de felicidad, después de haberlos contemplado, se acercaba lo más posible al portal y repetía en voz alta y con toda espontaneidad: -Virgen María y niño Jesús, muchas gracias por darme lo que os pedí.