A Luis cada vez le inquieta más no poder pasar ni una tarde tranquila con sus amigos sin que la droga y otras cosas que a él ya no le dicen nada, hagan acto de presencia.
Por: Marcelino de Andrés | Fuente:
-¿Quieres probar, Luis?
-¿Qué es?
-Cocaína.
-No gracias. Ya lo he probado.
-Venga, hombre, toma un poco, que no te va a pasar nada, caray.
-He dicho que no y basta. ¿De acuerdo, Rafa?
-Bueno, bueno... Como tú quieras. No hace falta que te pongas así...
A Luis cada vez le inquieta más no poder pasar ni una tarde tranquila con sus amigos sin que la droga y otras cosas que a él ya no le dicen nada, hagan acto de presencia. No hay fin de semana que no tenga que llevar a hombros o a rastras, como un saco de patatas, a algún amiguete al que se le han pasado las copas o la jeringa. Le hiere el alma la cara de impotencia de sus padres al dejarles en casa al hijo semiconsciente. Ayer mismo la madre de uno de ellos le decía con lágrimas en los ojos: “Otra vez igual. Este hijo mío una día me va a matar de un disgusto. ¿Cuándo aprenderá a cuidar de sí mismo?”
Aquella madrugada, después del “servicio a domicilio”, Luis volvió a casa confundido. No lograba comprender cómo sus compañeros no entraban en razón y seguían temerariamente dañándose a sí mismos con su comportamiento. ¿Por qué no eran capaces de ver que uno puede divertirse sanamente como el que más sin necesidad de malgastar el presente comprometiendo seriamente el futuro. Él había sido peor que todos ellos pocos años atrás por haberse juntado con una pandilla de gente sin escrúpulos un poco mayor que él. Tocó fondo enseguida y salió milagrosamente de aquello dispuesto a no cometer el mismo error en adelante.
Luis guardaba una sincera estima por su grupo actual de amigos y por eso, a pesar de todo, insistía en seguir cerca de ellos para tratar de ayudarles; aunque hasta el momento no parecía haber logrado demasiado. Algo, que él no alcanzaba a saber qué, les tenía con los ojos vendados, la mente obnubilada y la conciencia anestesiada. Ni siquiera acontecimientos dramáticos como el ocurrido a uno de ellos tiempo atrás, les hizo despertar de su sueño letal.
Fue hace poco menos de un año. Precisamente el día de Navidad. Luis se encontraba en casa con su familia. Había ya terminando la cena y continuaba el festejo de Noche Buena. Serían sobre la una y media de la madrugada. Sonó el teléfono. Era para Luis.
-Dígame...
-Luis, soy Caito, acaban de llevarse a Rafa al Hospital General. Estábamos en la disco y se puso muy mal. Creo que es una sobredosis...
-Voy para allá.
Luis colgó el teléfono, explicó a su padre lo que pasaba y salió de casa dirigiéndose al hospital que quedaba al otro lado de la ciudad. Cuando llegó a la sala de urgencias, Rafa ya había muerto. Fuera encontró a su madre inconsolable. Su padre no estaba, pues desde hace años que no vivía con ellos y aún no habían podido localizarlo. Caito y otro amigo, tras conocer el dramático desenlace y después de dar el pésame a la señora, se habían marchado hacía pocos minutos. Era tal la amargura de sus almas que ni todo el alcohol que llevaban dentro pudo cancelarla de sus rostros.
Esa noche Luis no llegó a acostarse. De regreso a su casa, al pasar junto a la entrada de un parque, alcanzó a ver en el interior del mismo un Nacimiento iluminado. Paró el coche, y se adentró en el parque por una avenida escoltada por grandes abetos. Caminaba como si la pena interior pesase en él toneladas. Se detuvo ante el Nacimiento compuesto con delicadas figuras de tamaño natural. Un juego de luces blancas y amarillas daba a aquellos personajes de pasta un aspecto sumamente realista. La pesadumbre y agitación del alma de Luis contrastaba con la paz y felicidad que transpiraba aquella representación del Portal de Belén. Poco a poco esa sensación de gozo y serenidad fue filtrándose inexplicablemente, como una nube de vapor, en su corazón hasta invadirlo del todo. Comprendió entonces que gracias a la fe, era como estar realmente ante el Niño Jesús y su Madre María. Se embebió en un intenso diálogo interior con ambos. Hablaron de Rafa y del grupo de amigos y de la frustración que él sentía al verles precipitarse por los caminos de insatisfacción y amargura por los que él ha había estado precozmente. Les agradeció conmovido el haber podido salir de aquello a tiempo. Les prometió que seguiría haciendo todo lo posible por ayudar a sus compañeros y pidió a María y Jesús que le echasen una mano.
Salió del parque con el ánimo sereno y con la mirada radiante como el alba que despuntaba en esos momentos con ímpetu incontenible.
Los funerales de Rafa fueron la tarde siguiente. Casi todos sus amigos estuvieron presentes. Al final de la ceremonia, Caito se acercó a Luis para decirle con palpable conmoción:
-Ha sido un golpe tremendo para todos. Creo que después de esto, las cosas tienen que empezar a cambiar entre nosotros... En el fondo tenías razón. Mira dónde podemos terminar todos...
Luis no le contestó nada. Se limitó a ponerle sus manos sobre los hombros, asintiendo con la cabeza y esbozando una sonrisa sincera.
Pero tristemente, con el pasar del tiempo, el efecto aleccionador del dramático fin de Rafa, fue disolviéndose en el interior de todos ellos hasta desaparecer por completo. El ambiente se los comía enteritos una vez tras otra. Pero Luis no se cansaba de insistir.
Una mañana, en el campo de recreo de la universidad, se volvió repetir uno de esos intercambios de opiniones entre Luis y algunos de los del grupo.
-Mira Luis, lo de Rafa fue una tragedia y ya pasó. Nosotros estamos aún aquí, ¿por qué no podemos seguir aprovechando de verdad la vida ahora que somos jóvenes?
-¿Aprovechar la vida? ¿Tú le llamas aprovechar la vida a esto? ¡Abre los ojos! ¿Crees que Rafa aprovechó la vida terminando con ella de ese modo? -hizo una breve pausa y prosiguió.
-¡Claro que lo de Rafa fue una tragedia! Pero lo fue como consecuencia de esa misma ansia de aprovechar equivocadamente la vida que os consume a todos vosotros, como me consumió a mí hace tiempo. Pero yo os pregunto ¿cómo puede ser acertado un modo de aprovechar la vida que acaba con la vida misma o la hace profundamente infeliz? ¿Cómo? ¿Cómo podéis seguir llamando aprovechar la vida a la autodestrucción que supone el drogarse?
A esas alturas de la conversación ya varios y varias más del grupo se habían acercado y escuchaban atentamente. Luis hablaba con un tono encendido pero moderado.
-¿Crees que Ana ha aprovechado su vida quedándose embarazada a la edad que tiene? No, Pedro, no. Ana se ha adelantado. Y va a ser madre. Y se le acabaron sus 19 años y lo de “aprovecharlos” al máximo. ¿No te parece?
-Eso le pasa por no querer abortar -refutó Pedro.
-Pero ¿qué dices? ¿Piensas acaso que librándose del paquete con un vil asesinato, todos tan felices...? ¿Es que ya se te ha olvidado el trauma y amargura en la que vive Sandra desde que abortó? ¿A eso le llamas poder seguir aprovechando la vida y la juventud? Pregúntaselo a ella a ver qué te responde...
Luis fue mirando fijamente a los ojos a cada uno, y todos rehuían su mirada bajando la vista al suelo o viendo a los demás. Luego siguió hablando con la misma fuerza y suavidad.
-¿Cómo es posible que sigáis creyendo que sea aprovechar la vida someter vuestro organismo a borrachera tras borrachera, si lo único que estáis logrando con ello, además de evadiros cobardemente de la realidad, es dañaros órganos tan vitales como el cerebro o el hígado? ¿Es que aprovechó realmente la vida Antonio, el de arquitectura, que a los 27 años ya no le queda hígado para seguir disfrutando la vida? ¿La aprovechó Félix, el de ingeniería industrial, que a los 28 le aqueja una insuficiencia neuronal irreversible que le impide volver a pensar con normalidad? ¿A eso le llamáis haber aprovechado la vida? ¿Es a eso a lo que queréis llegar “aprovechando” vuestra única vida ahora que sois jóvenes? ¡¿Qué hace falta para que despertéis?! ¡¿Qué?! ¡¡Decídmelo!!
Ninguno respondió palabra. Luis se incorporó y se despidió de ellos con un “hasta más tarde” cargado de pesadumbre. Ellos, en silencio, lo siguieron con la vista por unos momentos. El fuego de la mirada y las palabras de Luis les había llegado al alma, sin duda. Pero no llegó a prender en ellos lo suficiente y no tardo en esfumarse como ceniza al soplo de la primera ventisca ambiental.
Meses después, en una fiesta de cumpleaños, Luis presenciaba de nuevo amargamente cómo sus amigos habían vuelto a olvidar el fantasma de Rafa y todo lo demás, y seguían entregándose a excesos irracionales. El uno, acurrucado en una esquina, se inyectaba una, dos y hasta tres veces en una noche... El otro, abrazado a un perchero para no caerse, ya no sabía dónde tenía la boca al tratar de tomarse el décimo baso de alcohol. El de más allá, pegando brincos y gritos al descompás de la estridente música, ingería la cuarta pastilla de “ecstasy” en cuestión de unas horas...
A las tantas de la madrugada terminó la fiesta. Dos de ellos estaban ebrios como una cuba y uno seguía tan colgado que no recordaba ni su propio nombre. Luis se ofreció, como de costumbre, para llevarles en coche a sus casas, pues en esas condiciones por sí mismos no iban a llegar a ninguna parte. Uno de los que estaban bebidos era Caito. Había venido en moto y haciéndose el duro, juró que nadie tenía que llevarle a su casa, que él solito se iba como había venido. No hubo manera de convencerlo. De todos modos Luis decidió esperar y salir detrás de él para seguirlo a cierta distancia por si ocurría algo.
La noche estaba despejada como la mirada de un niño. Era invierno, faltaban pocos días para la Navidad, y a esas horas la temperatura había ya descendido por debajo de los cero grados. Caito arrancó la moto y se puso en marcha. A pesar del ambiente gélido, él sentía calor y no quiso ponerse el casco, lo llevaba colgado del brazo. No tardó en coger velocidad. Le encantaba correr y su poderoso aparato se lo permitía ampliamente. Luis, por detrás, apenas alcanzaba a seguirlo con el coche. Con angustia creciente lo veía circulando por el centro de la carretera o invadiendo el carril contrario, despreocupado de todo. Hasta que en una curva perdió el control y fue a estrellarse de lleno contra una tapia de ladrillo y cemento. Instantes después llegó Luis. Detuvo el vehículo y salió corriendo hacia el lugar donde yacía inmóvil el cuerpo de su amigo. Vio que una gran brecha le surcaba la frente. La sangre fluía abundante. Le palpó el cuello. Aún le latía el corazón. Lo tomó en brazos y lo subió como pudo a su coche para llevarlo a toda prisa al hospital más cercano. Los otros dos amigos ni se percataron de lo ocurrido. Dormían pesadamente en los asientos traseros del automóvil.
Sólo dos días más tarde Caito despertó del coma profundo en el que se encontraba. No podía moverse. Los doctores dijeron que pasaría el resto de su vida paralítico en una silla de ruedas. Gracias a Dios no perdió sus funciones mentales y en pocos días pudo volver a hablar, aunque con cierta dificultad al inicio.
Una tarde, semanas después, aún en el hospital, Caito se encontraba sólo con Luis en la habitación. Conversaban.
-Luis, muchas gracias por todo lo que estás haciendo por mí. -Dijo Caito. -Los demás ya no han vuelto a venir, pero no importa. Tú eres el único con el que se puede hablar de algo serio y constructivo, más allá del “cuánto lo siento”, “es una pena que ya no...”, “si hubieras estado el otro día en...”
-Ya ves, Caito, ni siquiera el verte así les ha hecho recapacitar; como tampoco despertaron con la muerte de Rafa. Parecen creerse ingenuamente inmunes de las consecuencias negativas de la vida que llevan. Pobrecillos, me dan lástima. No sé cuándo van a despertar; si es que despiertan alguna vez...
-Yo tampoco desperté totalmente con lo de Rafa, pero ahora con esto ya no puedo estar más despierto -contestó Caito algo conmovido. -Desperté precisamente cuando parecía que ya no iba a despertar jamás.
-A qué te refieres -preguntó Luis acercando un poco más su silla a la cama donde yacía su amigo.
-Me refiero a que después del golpe, mientras estaba en coma, fue cuando de verdad desperté. Fue como un volver a nacer.
-No entiendo lo que quieres decir. ¿Qué pasó esos días? ¿Qué experimentaste? ¡Cuéntame! -repuso Luis vivamente interesado.
-Pues mira, primero me vi a mí mismo y vi con una claridad fuera de lo normal lo que yo era: un joven de 19 años. Y me vi tendido inmóvil al borde de una carretera con la crisma abierta. Luego como queriendo huir de lo que veía me dí la vuelta y eché a correr. Corría y corría sin rumbo y sin sentido, huyendo de mí mismo, de mi muerte, de mi vida... de todo... No sé cuánto tiempo pasó hasta que me topé con la entrada de un largo pasadizo en penumbra. Al fondo se divisaba una luz tan brillante que al mirarla directamente hacía daño a los ojos. Intenté dirigirme hacia allí, pero alguien (a quien no alcanzaba a distinguir bien) aparecía frente a mí a varios metros de distancia y me hacía señas indicándome que yo no podía pasar. Traté de fijarme mejor quién era el que me estaba impidiendo el paso y comprobé con espanto que era yo mismo.
A Caito en ese momento se le cortó la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por unos instantes reinó el silencio en la habitación. Una enfermera abrió la puerta, se asomó y volvió a cerrarla diciendo: “Perdón, me he equivocado de número”.
-... y ¿qué ocurrió después? -inquirió Luis con tono amable, buscando darle confianza, pero sin poder ocultar su curiosidad.
-Después... después me giré a la izquierda y vi otro pasadizo. La entrada estaba iluminada por una luz intensa pero que no hacía daño a la vista, sino que atraía con fuerza irresistible todos mis sentidos. Me vi arrastrado a entrar (aunque no quería) y me encontré de repente envuelto en la oscuridad más total y atenazado por la sensación de estar suspendido en un espacio al vacío. ¡Qué desesperación! De pronto algo sucedió y sentí que era extraído de esa situación. No sé que fuerza me sacó de ahí, pero experimenté como si todo yo acabase de salir de haber estado dentro de mí mismo. Como si se volviese al derecho una prenda que estaba al revés. -Caito volvió a detenerse un momento con un nudo en la garganta. Luego, prosiguió. -Ahora recuerdo que mientras estaba sumergido en esas tinieblas un pensamiento brotó en mi mente como un chispazo: ¡mi promesa de Navidad! Y es que después de lo de Rafa, yo había prometido a mi madre que esta Navidad la pasaría en familia y no fuera de casa haciendo el ganso. No sé porqué ni cómo me vino a la mente. Pero creo que fue eso la fuerza que me sacó a flote.
Luis, entonces, se acordó del momento en que Caito abrió los ojos al salir del coma y comentó:
-¡Ahora entiendo! Lo digo porque poco antes de que salieses del coma, tu familia y yo estábamos en torno a ti, y a tu madre se le ocurrió invitarnos a todos a cantar con fuerza un villancico. Lo cantamos, claro que lo cantamos y con qué fuerza... Yo lloraba como un niño... Y fue entonces, cuando estábamos a punto de terminarlo, cuando tú abriste los ojos...
-¿En serio? -Caito prorrumpió en un breve suspiro y prosiguió. -Ahora me explico por qué al salir de esas tinieblas que me atenazaban, me parecía escuchar un villancico. Y seguramente por eso mismo, habiendo salido de aquel vacío, me encontré postrado ante una cuna de paja y envuelto en una atmósfera de paz y claridad indescriptibles. Estaba dentro del portal de Belén. Con la sola mirada le supliqué a Jesús que me concediese una nueva oportunidad. Y vi en sus ojos que me la daba y que podía estar cierto que a partir de esa Navidad cambiaría mi vida. Y resulta que así ha sido... -Un nudo volvió a oprimirle la garganta y nuevas lágrimas se precipitaron por sus pálidas mejillas hasta la almohada.
¡Qué cosas! -Intervino Luis como pensando en voz alta. -Entonces, fue gracias a ese villancico que el chispazo de la Navidad entró en tu oscuridad para sacarte de ella...
-Sí, Luis, creo que así fue... Por eso digo que esta Navidad me ha hecho despertar. Siento que he vuelto a nacer. Y a partir de ahora, cada Navidad, desde mi cama o desde mi silla de ruedas (poco importa), ya no me cansaré de cantar villancicos, y de darle gracias a Dios por esta segunda oportunidad que espero aprovechar mucho mejor que la primera...
Por: Marcelino de Andrés | Fuente:
-¿Quieres probar, Luis?
-¿Qué es?
-Cocaína.
-No gracias. Ya lo he probado.
-Venga, hombre, toma un poco, que no te va a pasar nada, caray.
-He dicho que no y basta. ¿De acuerdo, Rafa?
-Bueno, bueno... Como tú quieras. No hace falta que te pongas así...
A Luis cada vez le inquieta más no poder pasar ni una tarde tranquila con sus amigos sin que la droga y otras cosas que a él ya no le dicen nada, hagan acto de presencia. No hay fin de semana que no tenga que llevar a hombros o a rastras, como un saco de patatas, a algún amiguete al que se le han pasado las copas o la jeringa. Le hiere el alma la cara de impotencia de sus padres al dejarles en casa al hijo semiconsciente. Ayer mismo la madre de uno de ellos le decía con lágrimas en los ojos: “Otra vez igual. Este hijo mío una día me va a matar de un disgusto. ¿Cuándo aprenderá a cuidar de sí mismo?”
Aquella madrugada, después del “servicio a domicilio”, Luis volvió a casa confundido. No lograba comprender cómo sus compañeros no entraban en razón y seguían temerariamente dañándose a sí mismos con su comportamiento. ¿Por qué no eran capaces de ver que uno puede divertirse sanamente como el que más sin necesidad de malgastar el presente comprometiendo seriamente el futuro. Él había sido peor que todos ellos pocos años atrás por haberse juntado con una pandilla de gente sin escrúpulos un poco mayor que él. Tocó fondo enseguida y salió milagrosamente de aquello dispuesto a no cometer el mismo error en adelante.
Luis guardaba una sincera estima por su grupo actual de amigos y por eso, a pesar de todo, insistía en seguir cerca de ellos para tratar de ayudarles; aunque hasta el momento no parecía haber logrado demasiado. Algo, que él no alcanzaba a saber qué, les tenía con los ojos vendados, la mente obnubilada y la conciencia anestesiada. Ni siquiera acontecimientos dramáticos como el ocurrido a uno de ellos tiempo atrás, les hizo despertar de su sueño letal.
Fue hace poco menos de un año. Precisamente el día de Navidad. Luis se encontraba en casa con su familia. Había ya terminando la cena y continuaba el festejo de Noche Buena. Serían sobre la una y media de la madrugada. Sonó el teléfono. Era para Luis.
-Dígame...
-Luis, soy Caito, acaban de llevarse a Rafa al Hospital General. Estábamos en la disco y se puso muy mal. Creo que es una sobredosis...
-Voy para allá.
Luis colgó el teléfono, explicó a su padre lo que pasaba y salió de casa dirigiéndose al hospital que quedaba al otro lado de la ciudad. Cuando llegó a la sala de urgencias, Rafa ya había muerto. Fuera encontró a su madre inconsolable. Su padre no estaba, pues desde hace años que no vivía con ellos y aún no habían podido localizarlo. Caito y otro amigo, tras conocer el dramático desenlace y después de dar el pésame a la señora, se habían marchado hacía pocos minutos. Era tal la amargura de sus almas que ni todo el alcohol que llevaban dentro pudo cancelarla de sus rostros.
Esa noche Luis no llegó a acostarse. De regreso a su casa, al pasar junto a la entrada de un parque, alcanzó a ver en el interior del mismo un Nacimiento iluminado. Paró el coche, y se adentró en el parque por una avenida escoltada por grandes abetos. Caminaba como si la pena interior pesase en él toneladas. Se detuvo ante el Nacimiento compuesto con delicadas figuras de tamaño natural. Un juego de luces blancas y amarillas daba a aquellos personajes de pasta un aspecto sumamente realista. La pesadumbre y agitación del alma de Luis contrastaba con la paz y felicidad que transpiraba aquella representación del Portal de Belén. Poco a poco esa sensación de gozo y serenidad fue filtrándose inexplicablemente, como una nube de vapor, en su corazón hasta invadirlo del todo. Comprendió entonces que gracias a la fe, era como estar realmente ante el Niño Jesús y su Madre María. Se embebió en un intenso diálogo interior con ambos. Hablaron de Rafa y del grupo de amigos y de la frustración que él sentía al verles precipitarse por los caminos de insatisfacción y amargura por los que él ha había estado precozmente. Les agradeció conmovido el haber podido salir de aquello a tiempo. Les prometió que seguiría haciendo todo lo posible por ayudar a sus compañeros y pidió a María y Jesús que le echasen una mano.
Salió del parque con el ánimo sereno y con la mirada radiante como el alba que despuntaba en esos momentos con ímpetu incontenible.
Los funerales de Rafa fueron la tarde siguiente. Casi todos sus amigos estuvieron presentes. Al final de la ceremonia, Caito se acercó a Luis para decirle con palpable conmoción:
-Ha sido un golpe tremendo para todos. Creo que después de esto, las cosas tienen que empezar a cambiar entre nosotros... En el fondo tenías razón. Mira dónde podemos terminar todos...
Luis no le contestó nada. Se limitó a ponerle sus manos sobre los hombros, asintiendo con la cabeza y esbozando una sonrisa sincera.
Pero tristemente, con el pasar del tiempo, el efecto aleccionador del dramático fin de Rafa, fue disolviéndose en el interior de todos ellos hasta desaparecer por completo. El ambiente se los comía enteritos una vez tras otra. Pero Luis no se cansaba de insistir.
Una mañana, en el campo de recreo de la universidad, se volvió repetir uno de esos intercambios de opiniones entre Luis y algunos de los del grupo.
-Mira Luis, lo de Rafa fue una tragedia y ya pasó. Nosotros estamos aún aquí, ¿por qué no podemos seguir aprovechando de verdad la vida ahora que somos jóvenes?
-¿Aprovechar la vida? ¿Tú le llamas aprovechar la vida a esto? ¡Abre los ojos! ¿Crees que Rafa aprovechó la vida terminando con ella de ese modo? -hizo una breve pausa y prosiguió.
-¡Claro que lo de Rafa fue una tragedia! Pero lo fue como consecuencia de esa misma ansia de aprovechar equivocadamente la vida que os consume a todos vosotros, como me consumió a mí hace tiempo. Pero yo os pregunto ¿cómo puede ser acertado un modo de aprovechar la vida que acaba con la vida misma o la hace profundamente infeliz? ¿Cómo? ¿Cómo podéis seguir llamando aprovechar la vida a la autodestrucción que supone el drogarse?
A esas alturas de la conversación ya varios y varias más del grupo se habían acercado y escuchaban atentamente. Luis hablaba con un tono encendido pero moderado.
-¿Crees que Ana ha aprovechado su vida quedándose embarazada a la edad que tiene? No, Pedro, no. Ana se ha adelantado. Y va a ser madre. Y se le acabaron sus 19 años y lo de “aprovecharlos” al máximo. ¿No te parece?
-Eso le pasa por no querer abortar -refutó Pedro.
-Pero ¿qué dices? ¿Piensas acaso que librándose del paquete con un vil asesinato, todos tan felices...? ¿Es que ya se te ha olvidado el trauma y amargura en la que vive Sandra desde que abortó? ¿A eso le llamas poder seguir aprovechando la vida y la juventud? Pregúntaselo a ella a ver qué te responde...
Luis fue mirando fijamente a los ojos a cada uno, y todos rehuían su mirada bajando la vista al suelo o viendo a los demás. Luego siguió hablando con la misma fuerza y suavidad.
-¿Cómo es posible que sigáis creyendo que sea aprovechar la vida someter vuestro organismo a borrachera tras borrachera, si lo único que estáis logrando con ello, además de evadiros cobardemente de la realidad, es dañaros órganos tan vitales como el cerebro o el hígado? ¿Es que aprovechó realmente la vida Antonio, el de arquitectura, que a los 27 años ya no le queda hígado para seguir disfrutando la vida? ¿La aprovechó Félix, el de ingeniería industrial, que a los 28 le aqueja una insuficiencia neuronal irreversible que le impide volver a pensar con normalidad? ¿A eso le llamáis haber aprovechado la vida? ¿Es a eso a lo que queréis llegar “aprovechando” vuestra única vida ahora que sois jóvenes? ¡¿Qué hace falta para que despertéis?! ¡¿Qué?! ¡¡Decídmelo!!
Ninguno respondió palabra. Luis se incorporó y se despidió de ellos con un “hasta más tarde” cargado de pesadumbre. Ellos, en silencio, lo siguieron con la vista por unos momentos. El fuego de la mirada y las palabras de Luis les había llegado al alma, sin duda. Pero no llegó a prender en ellos lo suficiente y no tardo en esfumarse como ceniza al soplo de la primera ventisca ambiental.
Meses después, en una fiesta de cumpleaños, Luis presenciaba de nuevo amargamente cómo sus amigos habían vuelto a olvidar el fantasma de Rafa y todo lo demás, y seguían entregándose a excesos irracionales. El uno, acurrucado en una esquina, se inyectaba una, dos y hasta tres veces en una noche... El otro, abrazado a un perchero para no caerse, ya no sabía dónde tenía la boca al tratar de tomarse el décimo baso de alcohol. El de más allá, pegando brincos y gritos al descompás de la estridente música, ingería la cuarta pastilla de “ecstasy” en cuestión de unas horas...
A las tantas de la madrugada terminó la fiesta. Dos de ellos estaban ebrios como una cuba y uno seguía tan colgado que no recordaba ni su propio nombre. Luis se ofreció, como de costumbre, para llevarles en coche a sus casas, pues en esas condiciones por sí mismos no iban a llegar a ninguna parte. Uno de los que estaban bebidos era Caito. Había venido en moto y haciéndose el duro, juró que nadie tenía que llevarle a su casa, que él solito se iba como había venido. No hubo manera de convencerlo. De todos modos Luis decidió esperar y salir detrás de él para seguirlo a cierta distancia por si ocurría algo.
La noche estaba despejada como la mirada de un niño. Era invierno, faltaban pocos días para la Navidad, y a esas horas la temperatura había ya descendido por debajo de los cero grados. Caito arrancó la moto y se puso en marcha. A pesar del ambiente gélido, él sentía calor y no quiso ponerse el casco, lo llevaba colgado del brazo. No tardó en coger velocidad. Le encantaba correr y su poderoso aparato se lo permitía ampliamente. Luis, por detrás, apenas alcanzaba a seguirlo con el coche. Con angustia creciente lo veía circulando por el centro de la carretera o invadiendo el carril contrario, despreocupado de todo. Hasta que en una curva perdió el control y fue a estrellarse de lleno contra una tapia de ladrillo y cemento. Instantes después llegó Luis. Detuvo el vehículo y salió corriendo hacia el lugar donde yacía inmóvil el cuerpo de su amigo. Vio que una gran brecha le surcaba la frente. La sangre fluía abundante. Le palpó el cuello. Aún le latía el corazón. Lo tomó en brazos y lo subió como pudo a su coche para llevarlo a toda prisa al hospital más cercano. Los otros dos amigos ni se percataron de lo ocurrido. Dormían pesadamente en los asientos traseros del automóvil.
Sólo dos días más tarde Caito despertó del coma profundo en el que se encontraba. No podía moverse. Los doctores dijeron que pasaría el resto de su vida paralítico en una silla de ruedas. Gracias a Dios no perdió sus funciones mentales y en pocos días pudo volver a hablar, aunque con cierta dificultad al inicio.
Una tarde, semanas después, aún en el hospital, Caito se encontraba sólo con Luis en la habitación. Conversaban.
-Luis, muchas gracias por todo lo que estás haciendo por mí. -Dijo Caito. -Los demás ya no han vuelto a venir, pero no importa. Tú eres el único con el que se puede hablar de algo serio y constructivo, más allá del “cuánto lo siento”, “es una pena que ya no...”, “si hubieras estado el otro día en...”
-Ya ves, Caito, ni siquiera el verte así les ha hecho recapacitar; como tampoco despertaron con la muerte de Rafa. Parecen creerse ingenuamente inmunes de las consecuencias negativas de la vida que llevan. Pobrecillos, me dan lástima. No sé cuándo van a despertar; si es que despiertan alguna vez...
-Yo tampoco desperté totalmente con lo de Rafa, pero ahora con esto ya no puedo estar más despierto -contestó Caito algo conmovido. -Desperté precisamente cuando parecía que ya no iba a despertar jamás.
-A qué te refieres -preguntó Luis acercando un poco más su silla a la cama donde yacía su amigo.
-Me refiero a que después del golpe, mientras estaba en coma, fue cuando de verdad desperté. Fue como un volver a nacer.
-No entiendo lo que quieres decir. ¿Qué pasó esos días? ¿Qué experimentaste? ¡Cuéntame! -repuso Luis vivamente interesado.
-Pues mira, primero me vi a mí mismo y vi con una claridad fuera de lo normal lo que yo era: un joven de 19 años. Y me vi tendido inmóvil al borde de una carretera con la crisma abierta. Luego como queriendo huir de lo que veía me dí la vuelta y eché a correr. Corría y corría sin rumbo y sin sentido, huyendo de mí mismo, de mi muerte, de mi vida... de todo... No sé cuánto tiempo pasó hasta que me topé con la entrada de un largo pasadizo en penumbra. Al fondo se divisaba una luz tan brillante que al mirarla directamente hacía daño a los ojos. Intenté dirigirme hacia allí, pero alguien (a quien no alcanzaba a distinguir bien) aparecía frente a mí a varios metros de distancia y me hacía señas indicándome que yo no podía pasar. Traté de fijarme mejor quién era el que me estaba impidiendo el paso y comprobé con espanto que era yo mismo.
A Caito en ese momento se le cortó la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por unos instantes reinó el silencio en la habitación. Una enfermera abrió la puerta, se asomó y volvió a cerrarla diciendo: “Perdón, me he equivocado de número”.
-... y ¿qué ocurrió después? -inquirió Luis con tono amable, buscando darle confianza, pero sin poder ocultar su curiosidad.
-Después... después me giré a la izquierda y vi otro pasadizo. La entrada estaba iluminada por una luz intensa pero que no hacía daño a la vista, sino que atraía con fuerza irresistible todos mis sentidos. Me vi arrastrado a entrar (aunque no quería) y me encontré de repente envuelto en la oscuridad más total y atenazado por la sensación de estar suspendido en un espacio al vacío. ¡Qué desesperación! De pronto algo sucedió y sentí que era extraído de esa situación. No sé que fuerza me sacó de ahí, pero experimenté como si todo yo acabase de salir de haber estado dentro de mí mismo. Como si se volviese al derecho una prenda que estaba al revés. -Caito volvió a detenerse un momento con un nudo en la garganta. Luego, prosiguió. -Ahora recuerdo que mientras estaba sumergido en esas tinieblas un pensamiento brotó en mi mente como un chispazo: ¡mi promesa de Navidad! Y es que después de lo de Rafa, yo había prometido a mi madre que esta Navidad la pasaría en familia y no fuera de casa haciendo el ganso. No sé porqué ni cómo me vino a la mente. Pero creo que fue eso la fuerza que me sacó a flote.
Luis, entonces, se acordó del momento en que Caito abrió los ojos al salir del coma y comentó:
-¡Ahora entiendo! Lo digo porque poco antes de que salieses del coma, tu familia y yo estábamos en torno a ti, y a tu madre se le ocurrió invitarnos a todos a cantar con fuerza un villancico. Lo cantamos, claro que lo cantamos y con qué fuerza... Yo lloraba como un niño... Y fue entonces, cuando estábamos a punto de terminarlo, cuando tú abriste los ojos...
-¿En serio? -Caito prorrumpió en un breve suspiro y prosiguió. -Ahora me explico por qué al salir de esas tinieblas que me atenazaban, me parecía escuchar un villancico. Y seguramente por eso mismo, habiendo salido de aquel vacío, me encontré postrado ante una cuna de paja y envuelto en una atmósfera de paz y claridad indescriptibles. Estaba dentro del portal de Belén. Con la sola mirada le supliqué a Jesús que me concediese una nueva oportunidad. Y vi en sus ojos que me la daba y que podía estar cierto que a partir de esa Navidad cambiaría mi vida. Y resulta que así ha sido... -Un nudo volvió a oprimirle la garganta y nuevas lágrimas se precipitaron por sus pálidas mejillas hasta la almohada.
¡Qué cosas! -Intervino Luis como pensando en voz alta. -Entonces, fue gracias a ese villancico que el chispazo de la Navidad entró en tu oscuridad para sacarte de ella...
-Sí, Luis, creo que así fue... Por eso digo que esta Navidad me ha hecho despertar. Siento que he vuelto a nacer. Y a partir de ahora, cada Navidad, desde mi cama o desde mi silla de ruedas (poco importa), ya no me cansaré de cantar villancicos, y de darle gracias a Dios por esta segunda oportunidad que espero aprovechar mucho mejor que la primera...